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Homilía y Discurso con ocasión de la publicación del instrumentum laboris de la Asamblea especial para el Medio Oriente del Sínodo de los obispos, Nicosia, Chipre (6-VI-2010)

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Saludo con gozo a los Patriarcas y Obispos de las distintas comunidades eclesiales del Medio Oriente, llegados a Chipre para esta ocasión, y agradezco especialmente a Monseñor Youssef Soueif, Arzobispo Maronita de Chipre, las palabras que me ha dirigido al comienzo de la Misa. Asimismo, saludo muy cordialmente a Su Beatitud Crisóstomos II.

Deseo igualmente expresar mi alegría al poder celebrar la Eucaristía en compañía de tantos fieles chipriotas, en esta tierra bendecida por los trabajos apostólicos de san Pablo y san Bernabé. Saludo a todos cordialmente y agradezco vuestra hospitalidad y la generosa bienvenida que me habéis dispensado. Saludo también, de modo particular, a los filipinos, srilankeses y a las demás comunidades de inmigrantes que forman una parte considerable de la población católica de la isla. Rezo para que vuestra presencia aquí enriquezca la vida y el culto de las parroquias a las que pertenecéis, y para que, por vuestra parte, encontréis abundante alimento espiritual en la antigua herencia cristiana de esta tierra, en la que habéis establecido vuestro hogar.

Celebramos hoy la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. El nombre dado a esta fiesta en Occidente, Corpus Christi, se usa en la tradición de la Iglesia para designar tres realidades distintas: el cuerpo físico de Jesús, nacido de la Virgen María; su cuerpo eucarístico, el pan del cielo que nos nutre en este gran sacramento, y su cuerpo eclesial, la Iglesia. Al considerar los distintos aspectos del Corpus Christi, llegamos a comprender más profundamente el misterio de comunión que nos une a quienes formamos parte de la Iglesia. En la eucaristía, el Espíritu Santo congrega “en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo y Sangre de Cristo” (cf. Plegaria Eucarística II), para formar el único pueblo santo de Dios. Como el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles en el cenáculo de Jerusalén, así también el mismo Espíritu Santo actúa en cada celebración de la Misa con un doble objetivo: santificar las ofrendas del pan y del vino, para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y llenar a cuantos se nutren de estas santas ofrendas, para que formen un solo cuerpo, un solo espíritu en Cristo.

San Agustín explica espléndidamente este proceso (cf. Sermón 272). Nos recuerda que el pan no se hace a partir de un solo grano, sino de muchos. Para que todos los granos se transformen en pan, primero hay que molerlos. Alude aquí al exorcismo que han de hacer los catecúmenos antes de su bautismo. Cada uno de nosotros que formamos parte de la Iglesia necesita salir del mundo cerrado de su individualismo y aceptar la ‘compañía’ de los demás, que “comparten el pan” con nosotros. Ya no debemos pensar más a partir del “yo”, sino del “nosotros”. Por esto, todos los días pedimos a “nuestro” Padre el pan “nuestro” de cada día. La condición previa para entrar en la vida divina a la que estamos llamados es derribar las barreras entre nosotros y nuestros vecinos. Necesitamos ser liberados de lo que nos aprisiona y aísla: temor y desconfianza recíproca, avidez y egoísmo, malevolencia, para arriesgarnos a la vulnerabilidad a la que nos exponemos cuando nos abrimos al amor.

Los granos de trigo, una vez triturados, se mezclan en la masa y se meten en el horno. Aquí, san Agustín se refiere a la inmersión en las aguas bautismales a la que sigue el don sacramental del Espíritu Santo, que inflama el corazón de los fieles con el fuego del amor de Dios. Este proceso que une y transforma los granos aislados en un único pan nos ofrece una imagen sugerente de la acción unificadora del Espíritu Santo sobre los miembros de la Iglesia, realizada de una manera eminente a través de la celebración de la eucaristía. Quienes participan en este gran sacramento y se alimentan de su Cuerpo eucarístico se transforman en el Cuerpo eclesial de Cristo. “Sé lo que ves”, dice san Agustín animándolos, “y recibe lo que eres”.

Estas significativas palabras nos invitan a responder generosamente a la llamada a “ser Cristo” para los que nos rodean. Ahora somos su cuerpo en la tierra. Parafraseando una célebre expresión atribuida a santa Teresa de Ávila, somos los ojos con los que mira compasivamente a los que pasan necesidad, somos las manos que extiende para bendecir y curar, somos los pies de los que se sirve para hacer el bien, y somos los labios con los que se proclama su Evangelio. Sin embargo, es importante comprender que cuando participamos de este modo en su obra de salvación, no estamos honrando la memoria de un héroe muerto prolongando lo que él hizo. Al contrario, Cristo vive en nosotros, su cuerpo, la Iglesia, su pueblo sacerdotal. Al tomarlo a Él como alimento en la eucaristía y acogiendo en nuestros corazones su Espíritu Santo, nos transformamos realmente en el Cuerpo de Cristo que hemos recibido, estamos verdaderamente en comunión con Él y entre nosotros, y nos transformamos en verdaderos instrumentos suyos, dando testimonio de Él en el mundo.

“En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo” (Hch 4,32). En las comunidades cristianas primitivas que se alimentaban de la mesa del Señor vemos los efectos de esta acción unificadora del Espíritu Santo. Ponían sus bienes en común y cualquier apego material era superado por amor a los hermanos. Encontraban soluciones equitativas a sus diferencias, como vemos por ejemplo en la resolución de la disputa entre helenistas y hebreos acerca del suministro diario (cf. Hch 6, 1-6). Así, un atento observador pudo comentar poco más tarde: “Mirad cómo se aman estos cristianos, y cómo están dispuestos a morir unos por otros” (Tertuliano, Apologia, 39). Más aún, su amor no se limitaba al grupo de los creyentes. No se veían a sí mismos como beneficiarios exclusivos y privilegiados de los favores divinos, sino más bien como mensajeros, para llevar la buena noticia de la salvación en Cristo hasta los confines del mundo. De esta manera, el mensaje que Cristo resucitado confió a los Apóstoles se extendió con rapidez por todo el Medio Oriente, y desde allí por el mundo entero.

Queridos hermanos y hermanas en Cristo, como ellos hicieron, también nosotros estamos llamados hoy a tener un sólo corazón y una sola alma, a profundizar en nuestra comunión con el Señor y con los demás, y a dar testimonio de Él ante el mundo.

Estamos llamados a superar nuestras diferencias, a poner paz y reconciliación donde exista un conflicto, a ofrecer al mundo un mensaje de esperanza. Estamos llamados a tender una mano a quien lo necesite, a compartir con generosidad nuestros bienes materiales con los más desafortunados. Estamos llamados a proclamar de manera incansable la muerte y la resurrección del Señor, hasta que Él vuelva. Por Cristo, con Él y en Él, en la unidad que es el don del Espíritu Santo a la Iglesia, demos honor y gloria a Dios nuestro Padre del cielo, en compañía de todos los ángeles y santos que cantan su alabanza por los siglos. Amén.

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Pabellón de Deportes Eleftheria - Nicosia

Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

Agradezco al Señor Arzobispo Eterović sus amables palabras, y renuevo mi saludo a todos los que estáis aquí con motivo de la puesta en marcha de la próxima Asamblea Especial del Sínodo de Obispos para el Medio Oriente. Os agradezco el trabajo realizado con vistas a la preparación de la Asamblea Sinodal, y os aseguro el respaldo de mi oración en esta fase final de la misma.

Antes de comenzar, es justo que recuerde al Obispo Luigi Padovese que, como Presidente de los Obispos Turcos, contribuyó a la preparación del Instrumentum Laboris que os entrego hoy. La noticia de su muerte trágica e imprevista, el jueves pasado, nos ha sorprendido y conmocionado a todos. Encomiendo su alma a la misericordia de Dios todopoderoso, destacando su compromiso, especialmente en cuanto Obispo, a favor del entendimiento interreligioso y cultural, y del diálogo entre las Iglesias. Su muerte es un recuerdo luminoso de la vocación de todo cristiano a ser en todo momento testigos valientes de lo que es bueno, noble y justo.

El lema escogido para la Asamblea nos habla de comunión y testimonio, y nos recuerda que los miembros de la primitiva comunidad cristiana «tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32). En el centro de la unidad de la Iglesia está la Eucaristía, don inestimable de Cristo a su pueblo y núcleo de nuestra celebración litúrgica de este día de la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Por tanto, es muy significativo que haya sido elegido este día para la entrega del Instrumentum laboris de la Asamblea Especial.

Oriente Medio ocupa un lugar especial en el corazón de todos los cristianos, puesto que fue allí donde por vez primera Dios se dio a conocer a nuestros padres en la fe. Desde los días en que Abraham, obedeciendo la llamada del Señor, salió de Ur de los Caldeos hasta la muerte y resurrección de Jesús, la palabra salvadora de Dios se fue cumpliendo en vuestras tierras a través de personas y pueblos concretos. Desde entonces, el mensaje del Evangelio se ha difundido por todo el mundo, pero los cristianos de todas partes continúan mirando hacia Oriente Medio con especial reverencia, a causa de los profetas y patriarcas, apóstoles y mártires a los que tanto debemos, hombres y mujeres que escucharon la palabra de Dios, dieron testimonio de ella, y la transmitieron a quienes pertenecemos a la gran familia de la Iglesia.

La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos, convocada a petición vuestra, intentará profundizar los vínculos de comunión entre los miembros de vuestras Iglesias locales, así como entre esas mismas Iglesias y con la Iglesia universal. Esta Asamblea desea también animaros en el testimonio que dais de vuestra fe en Cristo, en los países donde esta fe ha nacido y crecido. Es bien conocido que algunos de vosotros soportáis grandes pruebas a causa de la situación actual de la región. La Asamblea Especial es una oportunidad para los cristianos del resto del mundo de ofrecer apoyo espiritual y solidaridad a sus hermanos y hermanas de Oriente Medio. Es una ocasión para poner de relieve el importante valor de la presencia y el testimonio cristiano en los países de la Biblia, no sólo para la comunidad cristiana mundial, sino también para vuestros vecinos y vuestros conciudadanos. Contribuís de muchas maneras al bien común, por ejemplo con la educación, la atención a los enfermos y la asistencia social, y trabajáis en la construcción de la sociedad. Deseáis vivir en paz y en armonía con vuestros vecinos judíos y musulmanes. A menudo, actuáis como artífices de paz en el difícil proceso de reconciliación. Merecéis el reconocimiento por el papel inestimable que realizáis. Espero firmemente que todos vuestros derechos, incluido el derecho a la libertad religiosa y de culto, sean cada vez más respetados y que nunca más sufráis ninguna clase de discriminación.

Ruego para que el trabajo de la Asamblea Especial ayude a dirigir la atención de la comunidad internacional sobre la difícil situación de los cristianos en Medio Oriente que sufren por sus creencias, de modo que se encuentre una solución justa y duradera a los conflictos que provocan tanto dolor. Con respecto a esta grave cuestión, reitero mi llamamiento personal a que se realice un esfuerzo internacional urgente y concertado para resolver las tensiones que persisten en Medio Oriente, especialmente en Tierra Santa, antes de que dichos conflictos lleven a un mayor derramamiento de sangre.

Con estos deseos, os entrego ahora el texto del Instrumentum laboris de la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para el Medio Oriente. Que Dios bendiga con abundancia vuestros trabajos, y a todos los habitantes de Oriente Medio.

Romana, n. 50, Enero-Junio 2010, p. 25-29.

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