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Roma 30-XI-2008

Primer Domingo de Adviento, Parroquia de San Josemaría

Me llena de alegría la posibilidad de celebrar la Santa Misa en esta iglesia dedicada a San Josemaría. Además, hoy empieza el tiempo litúrgico del Adviento: tiempo de preparación para la venida del Señor. Es un tiempo fuerte en la vida de la Iglesia, y debería serlo también en la vida de cada uno de nosotros. Un tiempo que exige una preparación cuidadosa, para sacar provecho de las innumerables gracias que lleva consigo. Por eso se nos invita a orar así: Oh Dios, Padre nuestro, despierta en nosotros la voluntad de ir al encuentro con tu Cristo por medio de las obras, porque Él viene, porque Él está a nuestro lado, para que nos llame a estar junto a Él en la gloria y a poseer el Reino de los Cielos[1].

La liturgia menciona dos advientos de Cristo, bien distintos aunque relacionados entre sí: uno, el primero, aconteció hace dos mil años, con el nacimiento del Hijo de Dios en Belén, en un pesebre; el segundo tendrá lugar el último día del mundo, cuando el mismo Jesús, lleno de majestad, volverá para juzgar a los vivos y a los difuntos y para tomar posesión de su Reino y entregarlo a Dios Padre.

Las lecturas de la Misa de hoy nos hablan sobre todo del segundo adviento, pero la clave de lectura e interpretación es el primer adviento. La preparación de la Navidad debe ayudarnos a esperar del mejor modo posible el momento en que Dios nos llamará a Sí. En la Carta a los Romanos, San Pablo nos amonesta con sentido de urgencia, como haciendo resonar una trompeta: Es ya la hora de despertarse del sueño —dice—, porque nuestra salvación está ahora más cerca que cuando empezamos a creer[2].

Sí, hermanas y hermanos. Es la hora de despertarse del sueño espiritual que lleva a la tibieza, en la que hemos incurrido tal vez sin darnos cuenta; es la hora de levantarse de nuevo, de tomar la decisión de ser cristianos de verdad, cristianos cien por cien: no sólo el domingo, como si el resto de la semana no tuviera importancia para Dios, sino todos los días, todas las horas, todos los momentos, siempre. En este sentido es el Adviento un tiempo fuerte: por la gracia de conversión que encierra, y también por el mayor compromiso personal en la lucha que exige de nosotros para ser buenos hijos de Dios.

Dios viene a nosotros de modo visible: este es el sentido profundo de este tiempo litúrgico. Nosotros no podríamos ir a Jesús si Él no hubiera tomado la iniciativa. Nació hace dos mil años de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, y quiere nacer espiritualmente en nuestras almas, no sólo en Navidad, sino todos los días. Viene a nosotros, especialmente, cada vez que le recibimos bien dispuestos en la Santa Comunión.

Hemos de preparar, por lo tanto, la venida de Jesucristo. ¿Cómo? Nos lo enseña una vez más San Pablo, cuya voz cobra mayor fuerza en este año, dedicado a él. La noche está a su fin, se acerca ya el día. Desechemos, por tanto, las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz[3]. Y, para que no quede ninguna duda sobre lo que Dios espera de nosotros, añade: portémonos honestamente, como en pleno día: no sumidos en banquetes o borracheras, no envueltos en impurezas ni lujurias, no llenos de contiendas o recelos[4]. Benedicto XVI comenta así estas palabras: «Es tiempo de convertirse, de despertarse del letargo del pecado, para prepararse llenos de confianza a recibir “al Señor que llega”. Por esto, el Adviento es un tiempo de oración y de espera vigilante»[5].

Cuando se espera la llegada de un huésped importante, preparamos nuestra casa lo mejor posible: se llevan a cabo los arreglos necesarios, se hace una limpieza a fondo, se cambia algún mueble por otro nuevo. La casa a la que Jesús quiere llegar es, en primer lugar, nuestra alma. También es nuestra familia, nuestro trabajo, el grupo de personas con las que tratamos. ¿No hay acaso algo que limpiar, que mejorar? Ahora es el momento oportuno para formular propósitos sinceros, para que las fiestas de Navidad no sean sólo una simple ocasión para una reunión familiar —que es una cosa muy buena— o, lo que es mucho peor, se conviertan en ocasión de consumismo desenfrenado; al contrario, han de ser una manifestación de todo su contenido espiritual y trascendente.

Revestíos, por tanto, del Señor Jesucristo[6], sigue diciendo San Pablo en su carta a los Romanos. Y San Josemaría Escrivá de Balaguer sacaba una consecuencia inmediata de estas palabras: «En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos»[7].

Cada uno ha de concretar sus personales propósitos en Adviento. Para algunos se tratará de acercarse al sacramento de la Penitencia, para volver a encontrar la paz con Dios y el deseo de empezar de nuevo una vida cristiana coherente; para otros puede tratarse de dar mayor continuidad a la relación personal con Dios, o de vivir con mayor fidelidad el plan de vida espiritual.

El año pasado, en la homilía pronunciada el primer domingo de Adviento, Benedicto XVI exhortaba a todos a escuchar la invitación de Jesús contenida en el Evangelio: Estad atentos, velad[8]. Y añadía: «Preparémonos a vivir de nuevo con fe el misterio del nacimiento del Redentor, algo que llenó el universo de gozo; preparémonos a acoger al Señor en su incesante venir a nuestro encuentro a lo largo de los acontecimientos de la vida: cuando hay alegría o dolor, salud física o enfermedad; preparémonos a encontrarle en su última y definitiva llegada. Su paso es siempre una fuente de paz, y aunque los sufrimientos, herencia de la naturaleza humana, se hagan en algún caso casi intolerables, con el advenimiento del Salvador “el sufrimiento —sin dejar de ser sufrimiento— se convierte, a pesar de todo, en un canto de alabanza” (Enc. Spe salvi, 37)»[9].

Antes de terminar, quisiera recordaros unas palabras de San Josemaría que pueden ayudarnos a entrar de lleno en este tiempo litúrgico: «Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía!»[10].

Recemos también para que en todas las casas el Señor sea bien acogido. Y, como es lógico, no descuidemos nuestro deber de acompañar, con Jesús que viene para todos, a los que sufren. No podemos permanecer indiferentes al dolor de los demás: pensemos, por ejemplo, en cómo hemos rezado por las víctimas de los atentados en la India, en Congo y en tantas otras partes del mundo. Señor, te rogamos que tu Nacimiento traiga también la paz a todas las naciones.

Estamos al comienzo de la novena de la Inmaculada. Procuremos honrar siempre mucho a la Virgen; también en estos días, mientras nos preparamos para celebrar su gran fiesta y a recorrer con Ella el camino hacia Belén. Nuestra Madre nos llevará de la mano y nos colocará muy cerca de Jesucristo. Así sea.

[1] Oración Colecta.

[2] Rm 13, 11.

[3] Rm 13, 12.

[4] Rm 13, 13.

[5] BENEDICTO XVI, Homilía, 2-XII-2007.

[6] Rm 13, 14.

[7] SAN JOSEMARÍA, Camino, n. 310.

[8] Mc 13, 33.

[9] BENEDICTO XVI, Homilía, 2-XII-2007.

[10] SAN JOSEMARÍA, Forja, n. 548.

Romana, n. 47, Julio-Diciembre 2008, p. 281-283.

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