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Trabajo vivido con esperanza

Spe salvi facti sumus, en la esperanza hemos sido salvados: con esta frase de la carta de San Pablo a los Romanos (8, 24), el Papa Benedicto XVI comienza la encíclica sobre la esperanza cristiana. El cristiano cree en Dios y espera en Dios. Es Dios, y sólo Dios, quien hace posible nuestro esperar: «Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza»[1]. Dios se hace presente en la vida del cristiano, y aunque todavía lo vemos borrosamente (cfr. 1 Co 13,12), está presente de un modo real. «La promesa de Cristo no es solamente una realidad esperada sino una verdadera presencia»[2]. Como consecuencia: «El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras»[3]. San Josemaría lo explicaba de un modo semejante cuando decía que «la santa esperanza es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria»[4].

Por esto la esperanza cristiana es una virtud teologal: es determinada tanto en su contenido como en su dinámica sólo a partir de Dios, que por medio de su Hijo Unigénito, Jesucristo, nos salva en la esperanza. De hecho, el hombre no puede más que pedirla humildemente a Dios nuestro Señor: fac me (...) semper magis (...) in te spem habere![5], procurando contemplarla asiduamente en la vida de Cristo, que vivió entre los hombres, murió, resucitó, ascendió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre; en Cristo, el cristiano descubre la fuerza paternal del Dios omnipotente, bueno, misericordioso y fiel, y puede hacerla suya por la acción del Espíritu Santo para llevarla a todos los hombres.

En cuanto a su contenido, la esperanza tiene como objeto a Dios que se nos dona y al que podremos poseer para siempre. Por su propia dinámica, vivir de esperanza requiere emplear todas las facultades que Dios da al cristiano, en particular la razón y la libertad. Una razón abierta a Dios, que se ha revelado como Razón suprema en el Verbo Unigénito hecho hombre, Jesucristo; y una libertad que se despliega en amor a Dios y, por Él y en Él, a los hombres.

Es interesante notar que el trabajo humano —que San Josemaría consideraba como el quicio donde apoyar la santificación de la vida ordinaria en medio del mundo— posee unas características que lo alinean con la esperanza. Y no solo porque el trabajo implica un esfuerzo perseverante —que en el creyente recibe aliento de la esperaza—, sino porque todo trabajo, pequeño o grande, intelectual o manual, se presenta como proyecto, como idea que mueve a la persona hacia su realización, hasta que la alcanza. Se refiere siempre, como la esperanza, al bonum futurum arduum possibile[6], es decir al bien ausente, difícil de conseguir, pero al mismo tiempo posible. Antes de comenzarlo, ya se trate de una empresa grande o pequeña (la construcción de un edificio o la disposición de un arreglo floral), el hombre plantea, de acuerdo con su experiencia, mediante la imaginación y con la colaboración de otras personas, un proyecto que todavía no tiene en la mano, pero que es practicable. En su origen, el plan es concebido en la mente humana, y luego se confronta con la realidad para determinar los medios que permitirán superar los obstáculos. Poco a poco, el proyecto inicial va tomando forma, se vuelve realidad, aunque esté sujeto a las limitaciones que entraña todo trabajo humano. En este proceso entran en juego muchas virtudes, pero es la esperanza la que lo guía, pues permite superar las dificultades tanto objetivas (por ejemplo, la falta de medios) como subjetivas (el desaliento, etc.); sin ella, el proceso no se pondría en marcha: cuando no hay esperanza de alcanzar el fin, el hombre deja de implicarse en su tarea.

Además, quien posee la esperanza cristiana «trabaja en este mundo, al que ama apasionadamente, metido en los afanes de la tierra, con la mirada en el Cielo»[7]; trabaja para la gloria de Dios y en servicio de los hombres, para que Cristo pueda «atraer a todos hacia sí» (Jn 12,32), para que Dios sea «todo en todos» (1 Co 15,28). Por medio del trabajo vivido con esperanza, la razón y la libertad humanas se abren plenamente a Dios, y de este modo el trabajo, siendo humano, queda divinizado. Es a la vez fuente de satisfacción humana y de alegría sobrenatural.

La Virgen es para cada hombre estrella y causa de la esperanza, faro que ilumina en las pruebas y oscuridades del caminar terreno. Ella comunica a sus hijos la esperanza si la tratamos con confianza y humildad. «Cuando llena de santa alegría fuiste aprisa por los montes de Judea para visitar a tu pariente Isabel, te convertiste en la imagen de la futura Iglesia que, en su seno, lleva la esperanza del mundo por los montes de la historia»[8]. «Pidamos a Santa María, Spes nostra, que nos encienda en el afán santo de habitar todos juntos en la casa del Padre. Nada podrá preocuparnos, si decidimos anclar el corazón en el deseo de la verdadera Patria: el Señor nos conducirá con su gracia, y empujará la barca con buen viento a tan claras riberas»[9].

[1] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, n. 3.

[2] Ibid., n. 8.

[3] Ibid., n. 7.

[4] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 278.

[5] Himno Adoro te devote.

[6] STO. TOMÁS, S. Th. I-II, q. 40, a. 5.

[7] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 206.

[8] BENEDICTO XVI, Enc. Spe salvi, n. 50.

[9] SAN JOSEMARÍA, Amigos de Dios, n. 221.

Romana, n. 45, Julio-Diciembre 2007, p. 208-209.

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