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Sígueme

Como el último verso revela tantas veces el secreto de un poema, la muerte de Juan Pablo II ha puesto su vida bajo una nueva luz, ha hecho más claro su sentido profundo.

Las palabras que ha pronunciado en su funeral quien pocos días después iba a convertirse en su sucesor, el Cardenal Joseph Ratzinger, nos confirman en la certeza de que ese sentido de la vida del Papa que ahora su muerte ha iluminado es la llamada de Dios. Una llamada a la que primero el joven Lolek, luego don Karol, más tarde el Cardenal Wojtyla, finalmente Juan Pablo II, ha respondido siempre con una generosidad total. “«Sígueme», dice el Señor resucitado a Pedro, como su última palabra a este discípulo elegido para apacentar a sus ovejas. «Sígueme», esta palabra lapidaria de Cristo puede considerarse la llave para comprender el mensaje que viene de la vida de nuestro llorado y amado Papa Juan Pablo II”[1].

El recuerdo del Papa nos sitúa una vez más ante la verdad de que sólo hay una vía, sólo hay un guía seguro que nos garantiza que nuestro proceder en este mundo tiene una dirección, un horizonte de sentido, un punto al que vale la pena llegar. Sólo hay un camino, y es Jesucristo, el mismo que se ha presentado a los hombres como “el Camino, la Verdad y la Vida”[2]: sólo al “sígueme” de Jesús debemos rendir nuestros pasos, porque sólo un camino que sea también verdad y vida merece la pena ser seguido. Juan Pablo II lo entendió clarísimamente y lo puso en práctica, y en eso está su grandeza.

Esa grandeza no es un rasgo demasiado común en el mundo de hoy, un mundo que, como señalaba el Cardenal Ratzinger durante la misa pro eligendo Pontifice, agita ante nuestros ojos tantos “sígueme” falaces, tantos espejismos, tantas incitaciones a las más improbables aventuras del yo: “¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro”[3]. Bajo una engañosa superficie de autosuficiencia hay en nuestro mundo, realmente, mucha desorientación, mucha perplejidad, mucha nave a la deriva. Por eso la figura de Juan Pablo II es para los hombres de hoy —para los cristianos, pero también para quienes no creen en Cristo— como un faro en la tempestad.

Su vida, tal como el Cardenal Ratzinger puso de relieve en su emocionado recuerdo del difunto Papa, está sellada a fuego por el Evangelio, y en particular está determinada por una secuencia lógica de palabras divinas que, consideradas ahora, nos ayudan a entender por qué el “sígueme” de Jesús ha sido en Juan Pablo II tan fructífero. “Tantas veces en sus cartas a los sacerdotes y en sus libros autobiográficos”, afirmaba el Cardenal Ratzinger, “nos habló de su sacerdocio, al que fue ordenado el 1 de noviembre de 1946. En esos textos interpreta su sacerdocio, en particular a partir de tres palabras del Señor. En primer lugar esta: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca». La segunda palabra es: «El buen pastor da la vida por sus ovejas». Y finalmente: «Como el Padre me amó, así os he amado yo. Permaneced en mi amor»”[4]. Esto último, la permanencia —o, lo que es lo mismo, la perseverancia, la coherencia— en el amor, equivale a la identificación con la verdad, con esa verdad que hoy en día, por efecto de una oprimente “dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos”[5], tan difícil de encontrar resulta a veces. Es el reconocimiento de que Jesús no sólo es el Camino («os he destinado...») y la Vida («el buen pastor da la vida por sus ovejas»), sino la Verdad, porque sólo alcanzamos la Verdad si salimos de nosotros mismos, si amamos.

“A la tarde te examinarán en el amor”[6]. Estas palabras de San Juan de la Cruz, que tanto gustaban a Juan Pablo II, son una bella imagen de la existencia del cristiano, que no consiste sino en el milagro de despegarse de la propia sombra para acceder a la Verdad. Hoy muchos prefieren dar vueltas sobre sí mismos, bailar al son del relativismo, seguir, en definitiva, un movimiento que, por definición, no conduce a ningún sitio (“in circuitu impii ambulant[7], dice el Salmista), pero no fue ésa, ciertamente, la actitud de Juan Pablo II, a pesar de que sus excepcionales cualidades humanas podían hacerle acreedor de una relativa confianza en sí mismo.

Tampoco debe ser ésa la actitud de quien es consciente de haber sido llamado para una misión en esta vida: para ser útil a Dios y a los demás, para dejar poso, para iluminar[8]. La vocación sí conduce a un puerto. Caminar, éste es el destino de quien se sabe convocado, invitado, más aún, alentado por Dios. Y caminar significa progresar, no ceder al propio yo: no sólo ser fiel, sino ser más fiel cada día, con la mirada en la meta. Allí vemos brillar ahora una nueva luz: un faro encendido que tiene por nombre Juan Pablo II.

[1] JOSEPH RATZINGER, Homilía en el funeral por Juan Pablo II, 8-IV-2005.

[2] Jn 14, 6.

[3] JOSEPH RATZINGER, Homilía en la misa por la elección del Romano Pontifice, 18-IV-2005.

[4] JOSEPH RATZINGER, Homilía en el funeral por Juan Pablo II, 8-IV-2005.

[5] JOSEPH RATZINGER, Homilía en la misa por la elección del Romano Pontifice, 18-IV-2005.

[6] SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y amor, 57 (cit. en Catecismo de la Iglesia Católica, 1022).

[7] Sal 12, 9.

[8] Cfr. SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Camino, 1.

Romana, n. 40, Enero-Junio 2005, p. 8-9.

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