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Homilía en la Misa del 25º aniversario de Pontificado (16-X-2003)

1. “Misericordias Domini in aeternum cantabo, cantaré eternamente las misericordias del Señor...” (cf. Sal 88, 2). Hace veinticinco años experimenté de modo particular la misericordia divina. En el Cónclave, a través del Colegio cardenalicio, Cristo me dijo también a mí, como en otro tiempo a Pedro a orillas del lago de Genesaret: “Apacienta mis corderos” (Jn 21, 16).

Sentía en mi alma el eco de la pregunta dirigida entonces a Pedro: “¿Me amas? ¿Me amas más que estos...?” (cf. Jn 21, 15-16). ¿Cómo podía, humanamente hablando, no estremecerme? ¿Cómo podía no pesarme una responsabilidad tan grande? Fue necesario recurrir a la misericordia divina para que a la pregunta: “¿Aceptas?”, pudiera responder con confianza: “En la obediencia de la fe, ante Cristo mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto”.

Hoy, queridos hermanos y hermanas, me agrada compartir con vosotros una experiencia que ya se prolonga desde hace un cuarto de siglo. Cada día se repite en mi corazón el mismo diálogo entre Jesús y Pedro. En espíritu, contemplo la mirada benévola de Cristo resucitado. Él, consciente de mi fragilidad humana, me anima a responder con confianza como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero” (Jn 21, 17). Y después me invita a asumir las responsabilidades que él mismo me ha confiado.

2. “El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11). Mientras Jesús pronunciaba estas palabras, los Apóstoles no sabían que hablaba de sí mismo. No lo sabía ni siquiera Juan, el apóstol predilecto. Lo comprendió en el Calvario, al pie de la cruz, viéndolo ofrecer silenciosamente la vida por “sus ovejas”.

Cuando llegó para él y para los demás Apóstoles el momento de cumplir esta misma misión, se acordaron de sus palabras. Se dieron cuenta de que, sólo porque había asegurado que él mismo actuaría por medio de ellos, serían capaces de cumplir la misión.

Fue muy consciente de ello en particular Pedro, “testigo de los sufrimientos de Cristo” (1 P 5, 1), que exhortaba a los ancianos de la Iglesia: “Apacentad la grey de Dios que os está encomendada” (1 P 5, 2).

A lo largo de los siglos los sucesores de los Apóstoles, guiados por el Espíritu Santo, han seguido congregando a la grey de Cristo y guiándola hacia el reino de los cielos, conscientes de poder asumir una responsabilidad tan grande sólo “por Cristo, con Cristo y en Cristo”.

Tuve esta misma conciencia cuando el Señor me llamó a desempeñar la misión de Pedro en esta amada ciudad de Roma y al servicio del mundo entero. Desde el comienzo de mi pontificado, mis pensamientos, mis oraciones y mis acciones han estado animados por un único deseo: testimoniar que Cristo, el buen Pastor, está presente y actúa en su Iglesia. Él va continuamente en busca de la oveja perdida, la lleva al redil y venda sus heridas; cuida de la oveja débil y enferma y protege a la fuerte. Por eso, desde el primer día, no he dejado jamás de exhortar: “¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y aceptar su poder!”. Repito hoy con fuerza: “¡Abrid, más aún, abrid de par en par las puertas a Cristo!”. Dejaos guiar por él. Fiaos de su amor.

3. Al iniciar mi pontificado, pedí: “¡Ayudad al Papa y a cuantos quieren servir a Cristo y, con el poder de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!”. A la vez que con vosotros doy gracias a Dios por estos veinticinco años, marcados plenamente por su misericordia, siento la necesidad particular de expresaros mi gratitud también a vosotros, hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, que habéis respondido y seguís respondiendo de varios modos a mi petición de ayuda. Sólo Dios sabe cuántos sacrificios, oraciones y sufrimientos se han ofrecido para sostenerme en mi servicio a la Iglesia. Cuánta benevolencia y solicitud, cuántos signos de comunión me han rodeado cada día. ¡Que el buen Dios recompense a todos con generosidad! Os ruego, amadísimos hermanos y hermanas, que no interrumpáis esta gran obra de amor al Sucesor de Pedro. Os lo pido una vez más: ayudad al Papa, y a cuantos quieren servir a Cristo, a servir al hombre y a la humanidad entera.

A ti, Señor Jesucristo,

único Pastor de la Iglesia,

te ofrezco los frutos

de estos veinticinco años

de ministerio

al servicio del pueblo

que me has encomendado.

Perdona el mal realizado

y multiplica el bien:

todo es obra tuya

y sólo a ti se debe la gloria.

Con plena confianza

en tu misericordia

vuelvo a presentarte,

también hoy,

a quienes hace años

has encomendado

a mi solicitud pastoral.

Consérvalos en el amor,

reúnelos en tu redil,

toma sobre tus hombros

a los débiles, venda a los heridos,

cuida a los fuertes.

Sé tú su Pastor,

para que no se dispersen.

Protege a la amada Iglesia

que está en Roma

y a las Iglesias del mundo entero.

Penetra con la luz

y la fuerza de tu Espíritu

a cuantos has puesto

a la cabeza de tu grey:

que cumplan con entusiasmo

su misión de guías,

maestros y santificadores,

en espera de tu retorno glorioso.

Te renuevo,

en las manos de María,

Madre amada,

el don de mí mismo,

del presente y del futuro:

que todo se cumpla

según tu voluntad.

Pastor supremo,

permanece en medio de nosotros,

para que contigo

avancemos seguros

hacia la casa del Padre.

Amén.

Romana, n. 37, julio-diciembre 2003, p. 13-15.

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