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El Card. Grocholewski en el Colegio Romano de Santa María

El día nueve de mayo, Solemnidad de la Ascensión del Señor, el Cardenal Zenon Grocholewski, Prefecto de la Congregación para la Educación Católica, estuvo en el Centro Internazionale di Studi Villa Balestra en Roma, sede del Colegio Romano de Santa María, centro de estudios de la Prelatura del Opus Dei para mujeres provenientes de todo el mundo. El Cardenal celebró la Santa Misa en el Oratorio de la Sagrada Familia. El coro cantó la Misa De Angelis y varias piezas polifónicas. Antes de dar la bendición al final de la Misa, el Cardenal animó a las presentes a conservar siempre la alegría de aquella celebración eucarística.

Al acabar el Santo Sacrificio, algunos miembros del Consejo Directivo y del Claustro de Profesores acompañaron al Cardenal Grocholewski en un breve recorrido por las aulas, el salón de actos y la biblioteca.

A continuación, el Cardenal tuvo un coloquio con las alumnas del Centro —profesionales de distintas áreas—, en el que se trataron temas como la necesidad del estudio de la metafísica del ser para fundamentar la labor intelectual frente al relativismo, las luces que en este campo proporciona la Encíclica Fides et Ratio, las características formativas de las escuelas católicas, y la búsqueda de la verdad en el estudio de la historia. La ejecución de una pieza coral en alemán puso fin al encuentro.

Más tarde, el Cardenal saludó personalmente a varias alumnas, y antes de despedirse escribió unas palabras en el libro de firmas del Colegio Romano de Santa María, como recuerdo de su visita.

Este es el texto de la homilía que pronunció en la Santa Misa:

«Queridas profesoras y alumnas del Colegio Romano de Santa María:

1. La misión confiada por Jesús

“Videntibus illis elevatus est...”. La Iglesia celebra hoy la Ascensión de Nuestro Señor a los Cielos. Nos llena de profunda alegría la glorificación definitiva de nuestro Redentor. Nos exhorta también a reavivar nuestra esperanza en el Cielo, en la vida eterna en la que Cristo nos quiere introducir.

Al mismo tiempo resuena en nuestros oídos la pregunta que los ángeles dirigen a los discípulos, como hemos escuchado en la primera lectura: “Viri Galilaei, quid admiramini aspicientes in caelum?” ¿Por qué estáis mirando al cielo? El Señor volverá: volverá al final de los tiempos. Volverá para consumar el Reino, juzgando a los vivos y a los muertos. Pero hasta entonces os deja aquí en la tierra para que continuéis su misión salvadora, para que, con la ayuda de su gracia, extendáis el Reino —que ha instaurado con su vida, con su muerte, con su resurrección y ascensión— hasta los confines de la tierra. En efecto, hemos escuchado en el Evangelio las palabras del mismo Cristo: “Euntes ergo docete omnes gentes...”.

Cristo sube a los Cielos y confía a su Iglesia una misión universal en el tiempo y en el espacio. Para poder realizar esta misión, Cristo promete el Espíritu Santo, que descenderá sobre la pequeña comunidad cristiana y capacitará a unos pobres hombres para que sean sus testigos, no sólo en Jerusalén, en toda Judea y en Samaría, sino “usque ad ultimum terrae” (primera lectura).

También es consoladora otra promesa solemne de Cristo, que hemos escuchado en el Evangelio: “Ecce ego vobiscum sum omnibus diebus usque ad consummationem saeculi”.

2. La participación del entero Pueblo de Dios

Es verdad que en el ámbito de esta gran misión confiada a la Iglesia, Jesús ha asignado a los Apóstoles y a sus sucesores un ministerio particular e insustituible en medio de su pueblo. Ellos representan a Cristo Cabeza, Pastor y Sacerdote: actúan in Persona Christi. A través de ellos, Cristo hace presente el sacrificio redentor, perdona los pecados, enseña palabras de vida eterna.

Pero el pueblo para el que han sido ordenados como ministros de Cristo, es a su vez y en su totalidad un pueblo santo, un pueblo sacerdotal. Todos sus miembros participan, cada uno suo modo, en el sacerdocio de Cristo, y cada uno cumple una función particular y específica. Lo ha recordado el último Concilio en la Constitución dogmática Lumen gentium: “Los sagrados pastores conocen muy bien la importancia de la contribución de los laicos al bien de toda la Iglesia. Pues los sagrados pastores saben que ellos no fueron constituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia cerca del mundo, sino que su excelsa función es apacentar de tal modo a los fieles y de tal manera reconocer sus servicios y carismas, que todos, a su modo, cooperen unánimemente a la obra común” (Lumen gentium, n. 30).

En este contexto de la misión confiada a toda la Iglesia querría dedicar las siguientes reflexiones al papel y a la participación de la mujer en dicha misión.

3. El papel de la mujer

El Santo Padre ha hablado de este tema en términos muy hermosos en la Carta Apostólica Mulieris dignitatem (15-VIII-1988) sobre la dignidad y la vocación de la mujer. Recuerda la diferencia esencial y no sólo gradual que existe entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de todos los fieles —según enseña la Constitución dogmática Lumen gentium (cfr. n. 10)—, y luego afirma: «El Concilio Vaticano II ha renovado en la Iglesia la conciencia de la universalidad del sacerdocio. En la Nueva Alianza hay (...) un solo sacerdote: Cristo. De este único sacerdocio participan todos los bautizados (...). Esto concierne a todos en la Iglesia, tanto a las mujeres como a los hombres, y concierne obviamente también a aquellos que participan del “sacerdocio ministerial” (Ibid., n. 10), que tiene el carácter de servicio (...). Aunque la Iglesia posee una estructura “jerárquica” (Ibid., nn. 18-29), sin embargo esta estructura está ordenada totalmente a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo» (n. 27).

El Beato Josemaría ha querido hablar en este Colegio Romano de Santa María —el mismo día de su tránsito al Cielo (26-VI-1975)— de la participación de la mujer en el sacerdocio real de Cristo.

En esta perspectiva da mucha luz la escena que se produjo, según nos cuenta San Lucas, después de la Ascensión, descrita en la primera lectura de la Misa de hoy: los Apóstoles regresaron a Jerusalén y se reunieron en el Cenáculo. “Perseveraban unánimes en la oración, junto con las mujeres y con María, la madre de Jesús” (Act 1,14). Y es allí, en este lugar de oración y de comunión, donde desciende sobre ellos el Espíritu Santo. Aunque serán sólo los Apóstoles los que expliquen con autoridad ante la muchedumbre, lo que significa la efusión del Paráclito a la que todos asisten, es evidente que éste desciende no sólo sobre ellos, sino sobre todos y todas en el Cenáculo: transformando este pequeño grupo en la Iglesia Santa, con la Madre de Dios en el centro, y con las santas mujeres. El Espíritu prometido que el Resucitado envía desde el Padre, llena la Iglesia entera con el fuego que el Hijo de Dios ha traído a la tierra.

4. La enseñanza de la Iglesia

Es lógico por tanto que en este Centro internacional de formación, en el que viven y estudian mujeres de tan diversas procedencias y profesiones, consideremos hoy el papel extraordinariamente importante que la mujer ha de jugar en el conjunto de la misión de la Iglesia. El Magisterio se ha pronunciado con frecuencia creciente sobre este tema, de modo particular a partir de la segunda mitad del siglo pasado. Y ha sido de modo particular el Santo Padre Juan Pablo II, tan sensible a los signos de los tiempos, quien le ha dedicado gran atención, cuidando que se fomente, por así decir, un sano feminismo cristiano, que se ha de basar, por un lado, en la radical igualdad del hombre y de la mujer, y por el otro, en la complementariedad de sus contribuciones específicas a la familia, a la sociedad civil y a la Iglesia. Son muchas sus consideraciones sobre la mujer, además de la ya citada Carta Apostólica Mulieris dignitatem. Querría citar aquí un pasaje significativo de la Encíclica «Evangelium vitae» (25-III-1995): “En el cambio cultural en favor de la vida las mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda determinante: les corresponde ser promotoras de un «nuevo feminismo» que, sin caer en la tentación de seguir modelos «machistas», sepa reconocer y expresar el verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia ciudadana” (n. 99).

Sé que vosotras, como fieles de la Prelatura del Opus Dei, seguís con suma atención, con profundo respeto y con entusiasmo inteligente las enseñanzas del Romano Pontífice. Como buenas hijas de vuestro Fundador estáis convencidas —como aquellas mujeres del Evangelio que fueron los primeros testigos de la Resurrección del Señor y recibieron el encargo de anunciarla a Simón Pedro y a los demás Apóstoles— de que no hay Iglesia sin el Papa, pues Cristo ha hecho de Pedro la roca sobre la que se alza para siempre el edificio espiritual de su Iglesia. Por eso mismo, sentís el impulso interior de estar muy unidas al sucesor de San Pedro, de seguir con prontitud sus enseñanzas, de transmitirlas a vuestras amigas y compañeras, de defenderlas con la íntima convicción de quien sabe: Ubi Petrus, ibi Ecclesia, ibi Deus.

5. En vuestro lugar como fieles y como mujeres

Seguramente habéis entendido muy bien, como mujeres plenamente enraizadas en el mundo, el papel específico que os corresponde en la misión de la Iglesia. Sabéis estar en vuestro sitio. Sabéis evitar, siguiendo la clara enseñanza del Beato Josemaría, “la locura de cambiar de sitio” (Camino, 837). Y recordáis lo que ha escrito en Camino: “Desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz” (Camino, 837).

En primer lugar, seguís vuestra vocación de fieles corrientes que buscan la santidad en medio del mundo. Tratáis de vivir en íntima unión con Cristo —mirando al Cielo, pero sin desentenderos de los problemas que afligen a la humanidad—, y os ocupáis de la extensión de su Reino en medio de la sociedad actual, a través del cumplimiento de vuestras obligaciones profesionales y sociales, participando con la Iglesia de las penas y angustias, pero también de las esperanzas e ilusiones de los hombres. Procuráis iluminar con la luz del Evangelio las tareas humanas en las que participáis como ciudadanos iguales a los demás, exigiendo también vuestros derechos, siguiendo cada una con libertad sus inclinaciones profesionales, sus preferencias y opciones culturales, siempre dentro de la fe y de la moral de la Iglesia católica: con amplitud de miras, con el deseo de convivir con todos, con una gran apertura de espíritu, en diálogo con todas las personas de buena voluntad.

Al mismo tiempo sois plenamente conscientes de que vuestra contribución al bien común, tanto en la sociedad civil como en la eclesiástica, tiene unas connotaciones específicas, porque sois mujeres y queréis ser mujeres. Recordemos las palabras felices de vuestro Fundador: “La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida” (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 87).

Produce una profunda satisfacción ver cómo el Beato Josemaría ha comprendido, no sin luces particulares de Dios, esa aportación preciosa de la mujer, y cómo ha sabido potenciarla, cuidando de la formación de sus hijas, también porque estaba convencido de que ellas, a su vez, desarrollarían una labor de formación amplia y profunda entre tantas mujeres de las más diversas condiciones y procedencias, haciendo de este modo operante el influjo vivificador que la Iglesia ejerce como sacramento universal de salvación.

6. Conclusión

He visto muchas labores de la Prelatura. Como Prefecto de la Congregación para la Educación Católica me alegro de poder estar hoy aquí, para observar más de cerca esta vez el trabajo callado que desarrolla el Opus Dei específicamente entre las mujeres. Se basa evidentemente en la comprensión certera de vuestro santo Fundador de la importancia que las mujeres tienen —y han tenido siempre— en la vida de la Iglesia. Para terminar, cito de nuevo unas palabras suyas, que seguramente os son bien conocidas: “Si se exceptúa la capacidad jurídica de recibir las sagradas órdenes —distinción que por muchas razones, también de derecho divino positivo, considero que se ha de retener—, pienso que a la mujer han de reconocerse plenamente en la Iglesia —en su legislación, en su vida interna y en su acción apostólica— los mismos derechos y deberes que a los hombres: derecho al apostolado, a fundar y dirigir asociaciones, a manifestar responsablemente su opinión en todo lo que se refiera al bien común de la Iglesia, etc. Ya sé que todo esto —que teóricamente no es difícil de admitir, si se consideran las claras razones teológicas que lo apoyan— encontrará de hecho la resistencia de algunas mentalidades. Aún recuerdo el asombro e incluso la crítica —ahora en cambio tienden a imitar, en esto como en tantas otras cosas— con que determinadas personas comentaron el hecho de que el Opus Dei procurara que adquiriesen grados académicos en ciencias sagradas también las mujeres que pertenecen a la Sección femenina” (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, 14).

¡Cuánto espera la Iglesia de vuestro empeño por formaros bien, aquí en el corazón de la cristiandad, muy cerca de la sede de Pedro! No olvidéis nunca vuestra misión específica: con los ojos puestos en Cristo glorioso que está siempre a vuestro lado, trabajad sin desánimo para llevar su amor a todas las naciones, desde el lugar específico que os corresponde. Así continuará cumpliéndose cada vez más lo que profetizó el Beato Josemaría, pensando en sus hijas: “Con un grupo de mujeres valientes (...), bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!” (Camino, 982)

Os deseo de todo corazón que vuestro apostolado específico y generoso produzca frutos abundantes dentro de la misión que Cristo con su Ascensión a los Cielos ha confiado a la Iglesia».

Romana, n. 34, enero-junio 2002, p. 131-134.

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