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En la fiesta del Beato Josemaría, Basílica de San Eugenio. Roma, 26-VI-2002

Queridísimos hermanos y hermanas:

El 26 de junio, aniversario del dies natalis del Beato Josemaría Escrivá a la gloria del Cielo, es para todos nosotros un día de fiesta: un día en el que el agradecimiento a Dios se verifica en un renovado empeño de conversión, en el deseo de seguir más de cerca el ejemplo de fidelidad a la vocación cristiana que nos ha dado el Fundador del Opus Dei.

Hoy este aniversario adquiere un significado especial: en efecto, no sólo coincide con el año del centenario de su nacimiento, sino que por añadidura se sitúa a las puertas de su canonización. Todo esto nos estimula a intentar individuar con particular nitidez el núcleo del mensaje que el Señor nos ha querido transmitir a través de la figura del Beato Josemaría y de sus enseñanzas. Sí, porque tenemos la certeza de que en la vida y en la obra de este sacerdote santo el cristiano, que mira los sucesos del mundo con los ojos de la fe, puede ver transparentado el rostro de Dios. El Espíritu Santo nos habla a través de los santos, cuya misión consiste en conducir a los hombres hacia el Señor.

¿Qué nos dice el Beato Josemaría a todos nosotros? Su personalidad, tanto desde el punto de vista humano, como desde el sobrenatural, es tan rica que resulta difícil definir con brevedad su núcleo más característico. Pero, gracias a Dios, existen rastros desde los que se pueden extraer elementos válidos para una respuesta. Cuando, inmediatamente después de la muerte de nuestro amadísimo Fundador, Mons. Álvaro del Portillo, mi inolvidable predecesor, se vio obligado a tener que sintetizar su vida, el sentido de su misión, en una sola palabra —me refiero a la inscripción que se debía poner sobre la lápida que cubría su tumba— no tuvo dudas: EL PADRE. Una palabra, cargada de cariño, que resumía una larga historia de amor y de sacrificio: él había sido de verdad y sobre todo “padre” para tantas almas. Nos había enseñado a amar a Cristo, había velado por nuestra formación, nos había animado a recorrer la senda de la santidad en la humilde aceptación de nuestra flaqueza personal y —al mismo tiempo— con total confianza en la fuerza de la gracia, había suscitado en nosotros la decisión de hacer de nuestra vida un generoso servicio a la Iglesia y a todas las almas, transmitiéndonos la convicción de que la vocación cristiana es una llamada al apostolado.

La historia lo recordará entre las figuras más destacadas en la vida de la Iglesia del siglo XX: ha sido uno de aquellos grandes maestros de vida cristiana que han dejado impresa una huella imborrable en el fluir de los tiempos. Para los fieles de la Prelatura del Opus Dei, será siempre y ante todo el Padre. Él nos ha enseñado a elevar a Dios todo lo humano. Por eso, entre los aspectos más característicos de su espíritu se encuentra aquella fusión de las virtudes humanas y las virtudes sobrenaturales que da un tono tan natural, tan normal, a la vida cristiana: como la fe se expresa en una actitud de constante confianza, que rechaza tanto la presunción como el desánimo; como la esperanza es audacia, que no se deja encerrar por las coyunturas de la vida para gemir y lamentarse en un rincón, sino que se abre a los grandes ideales; así también la caridad es cariño, comprensión, amistad, lealtad... En el Beato Josemaría expresión eminente de la caridad fue precisamente la paternidad: un don que lo hacía inmensamente querido y cercano a todos los que tuvieron la fortuna de entrar en contacto con él.

Pienso que se puede afirmar sin ninguna duda que la paternidad espiritual constituye un elemento verdaderamente central en la figura del Beato Josemaría. Muchos de vosotros recordaréis un texto en el que expresa la conciencia que tenía de sí y de su propia misión: No puedo dejar de levantar el alma agradecida al Señor, “de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra” (Ef 3, 15), por haberme dado esta paternidad espiritual, que, con su gracia, he asumido con la plena conciencia de estar sobre la tierra sólo para realizarla. Por eso, os quiero con corazón de padre y de madre[1].

Sobre la base de esta premisa se puede comprender la fuerza con que el Beato Josemaría subrayaba que en el Opus Dei se respira aquel ambiente de familia, de unidad, que caracterizaba a la primitiva comunidad cristiana: una familia en la que cada uno debe sentirse querido tal como es —con sus defectos—, comprendido, estimado, no juzgado, disculpado, apreciado y, cuando sea necesario, corregido (sí, porque también esto es un modo de mostrar que amamos de verdad). Una familia no encerrada en sí misma, sino, como parte de la Iglesia, abierta a amar a todos, a llevar a todos el amor de Dios. El Beato Josemaría nos ha dado el ejemplo de un amor así, sin excepciones, sin condiciones. Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como Yo os he amado, así amaos también vosotros los unos a los otros[2]: la caridad es el reflejo más evidente del amor con que Dios nos ama. Y de ahí la insistencia del Beato Josemaría en recordar el valor de la fraternidad. Como escribe en Camino, en el cariño fraterno cada uno de nosotros encuentra un apoyo que se revela insustituible en la lucha espiritual, porque con nuestras solas fuerzas es bien poco lo que podemos hacer: «Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma» — El hermano ayudado por su hermano es fuerte como una ciudad amurallada[3]. Con Cristo, y como Cristo, debemos saber vivir para los demás.

En este mismo sentido escribe: ¡Poder de la caridad! —Vuestra mutua flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose, los naipes[4].

Quien ha tenido la gracia de conocer personalmente al Beato Josemaría relata episodios, muchas veces conmovedores, muy vivos, que atestiguan el inmenso cariño de que era capaz y que se expresaba en mil detalles, también en apariencia muy pequeños. Basta echar una mirada a las biografías hasta ahora publicadas para constatarlo. Pues bien: ahora, en el Cielo, tan cerca de Dios, pide incansablemente por nosotros, atiende a nuestras necesidades, intercede por nuestras intenciones.

Todos los días nos llegan cartas de las más diversas partes del mundo que cuentan favores espirituales y materiales obtenidos por su mediación. En la devoción que suscita la figura de este inolvidable siervo de Dios, de este siervo bueno y fiel, una devoción que el decreto pontificio sobre la heroicidad de sus virtudes califica como verdadero fenómeno de piedad popular, se advierte el cumplimiento de un designio divino: el Señor lo ha elegido como instrumento para reavivar en muchas almas la conciencia de que todas las actividades ordinarias de la vida pueden convertirse en oración, en camino y medio de santificación, fuente de paz y alegría en los corazones.

El encuentro con el Beato Josemaría o con sus escritos nos ha cambiado la vida a muchos de nosotros, nos ha llevado a encontrar a Cristo, a escucharlo, a ponernos en constante coloquio con Él, a sentir su llamada, a luchar por testimoniar una plena coherencia cristiana. De un modo u otro, todos hemos sido conducidos por él a una conversión real, al descubrimiento de la oración, a la práctica de la penitencia, a la alegría de una asidua participación en los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. Gracias a sus enseñanzas, ante nosotros se han abierto los horizontes de un compromiso activo por la edificación del Reino de Cristo en el mundo. Por todo esto podemos considerarnos con todo derecho hijos suyos, y estar seguros de que, como buen Padre que es, no nos negará su personal intercesión para obtenernos las gracias que necesitamos.

En particular, confiamos hoy a su intercesión nuestra lucha por la santidad en medio del mundo. El Beato Josemaría nos ha enseñado a cultivar este gran ideal, el único verdaderamente necesario[5], en lo cotidiano, en esas ocupaciones nuestras que parecen comunes, pero que esconden algo divino y constituyen la trama de toda nuestra jornada: No está la santidad en hacer cada día cosas más difíciles, sino en acabarlas cada vez con más amor[6]. Pidámosle que nos ayude a asimilar esta verdad, auténtico nervio de su mensaje espiritual: que nos haga ver el rostro paterno de Dios que, en cada pequeño gesto, espera de nosotros un poco más de amor; que nos enseñe a transformar en oración —en diálogo con Dios— toda nuestra jornada.

En este contexto, quisiera leeros un texto muy rico en significado, acerca de una virtud que él consideraba característica del obrar cristiano, la naturalidad: Naturalidad quiere decir que lo sobrenatural —esa vida de Dios presente en nosotros— se revela en lo más sencillo, en lo ordinario, en la existencia de todos los días[7]. La conclusión de esta reflexión me parece particularmente estimulante: Comportarse con naturalidad es una virtud que requiere esfuerzo, práctica asidua, aplicación[8]. Quien obra movido por la conciencia de que Dios mismo es no sólo espectador, sino también destinatario de nuestros actos, comprende que está llamado al heroísmo, a la plenitud del amor, en las situaciones más ordinarias.

Que la intercesión de María Santísima, Madre de Cristo y Madre nuestra, nos obtenga de la Trinidad Santísima la gracia de una nueva conversión, de un nuevo inicio, más decidido, en el camino hacia la santidad en todas las circunstancias de nuestra existencia. Amén.

[1] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Carta 6-V-1945, n. 23.

[2] Jn 13, 34.

[3] Prv 18, 19; cfr. BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 460.

[4] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, n. 462.

[5] Cfr. Lc 10, 42.

[6] BEATO JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Apuntes tomados durante una meditación, 15-XI-1964.

[7] Ibid.

[8] Ibid.

Romana, n. 34, enero-junio 2002, p. 48-51.

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