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Ante la canonización de Josemaría Escrivá de Balaguer

Desde 1992, quienes han rezado la estampa del Beato Josemaría han terminado su oración con un doble ruego al Señor: “Dígnate otorgar la canonización del Beato Josemaría y concédeme por su intercesión el favor que te pido”. ¡Cuántas personas han visto escuchada esta segunda parte de la petición y han obtenido “el favor” que habían solicitado! Un problema familiar, una enfermedad, un conflicto en el trabajo, cualquier percance de la vida diaria, peticiones para la propia vida cristiana y para el apostolado... Apuros pequeños y grandes, necesidades espirituales y materiales que han sido confiadas en la intimidad de la oración personal y atendidas por Dios con la intercesión del Beato Josemaría.

Quedaba pendiente la primera parte de la petición, la canonización de quien había sido cauce de la gracia recibida. El Señor va a atender pronto ese clamor de tantas almas, la súplica de todas esas personas que a lo largo de estos diez años han pedido insistentemente la canonización del Fundador del Opus Dei: el decreto sobre un milagro atribuido a la intercesión del Beato Josemaría, que el Papa ha aprobado el pasado 20 de diciembre, abre de hecho las puertas a su canonización.

Tanto los milagros como los santos son signos elocuentes de la presencia activa de Dios en el mundo. Los milagros no tienen explicación humana, y en realidad la vida de los santos tampoco. Juan Pablo II ha canonizado a más santos que ningún otro Papa. Es evidente que lo que le mueve es, principalmente, el deseo de proponer a los cristianos de estos tiempos muchos y muy variados modelos de santidad. Pero ese empeño del Papa obedece también a otros motivos, y uno de ellos es, ciertamente, que quiere mostrar a una sociedad que en la práctica prescinde de Dios que, a pesar de esa falta de correspondencia, Dios no deja de actuar en el mundo en beneficio de los hombres.

Dios se manifiesta en sus criaturas por medio del sol que sale por la mañana y se pone por la noche; por medio de la primavera que despliega los campos y del otoño que los recoge; por medio de la lluvia y de las mareas... El “milagro” de la naturaleza ha ayudado a muchas personas a reconocer filosóficamente la existencia del Creador y, de este modo, les ha dispuesto a acoger el don de la fe. Pero la actuación de Dios tiene también manifestaciones extraordinarias que a todas luces desbordan el orden de la naturaleza y la capacidad racional, especulativa, del hombre, porque no tienen explicación humana. Estas intervenciones extraordinarias de Dios, los milagros propiamente dichos, sólo tienen sentido en la lógica de la fe: Jesús sólo obraba milagros a quienes estaban dispuestos a creer en Él, y los obraba para que creyeran y para aumentar su fe[1].

«Sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!»[2], escribió el Beato Josemaría. Él ha sido maestro de muchas cosas; y lo ha sido también de fe. La fe mueve montañas. Y sana enfermos, y obtiene pan para el hambriento, y calma tempestades... Pero, sobre todo, la fe hace santos. «Mirad —dijo en cierta ocasión Jesús a sus discípulos—, os he dado potestad para aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera que nada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo»[3].

El nombre de Josemaría Escrivá de Balaguer será escrito en el libro de los santos, y esto es para todos un motivo de alegría. Que la esperada noticia de su próxima elevación al elenco de los santos coincida con el centenario de su nacimiento ayudará a que el mensaje de su vida y de sus enseñanzas tenga una proyección más amplia y, en consecuencia, sea mayor el número de personas que se sientan apremiadas a seguir a Cristo por el camino de la santificación del trabajo profesional y de la vida cotidiana.

A quienes en este momento nos encontramos en la tierra, metidos en los mil afanes, luchas y rutinas de la vida ordinaria, nos queda todavía mucho que caminar. Es evidente que Dios espera de todos lo mismo que del Beato Josemaría: la santidad. A todos los hombres, a todos y cada uno, van dirigidas las palabras del Señor a los Apóstoles: “alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo”. Pero mientras caminamos en este mundo, existirá siempre la tremenda posibilidad de borrar el propio nombre de esa lista en la que la gracia del bautismo nos inscribió.

Que Dios ha llamado a la santidad a todos los hombres es precisamente una de las enseñanzas centrales en la predicación del Beato Josemaría. Su canonización ha de ser un impulso para profundizar en esa verdad, asumirla en primera persona y comunicarla con la fuerza y la convicción que nacen de la fe. La actividad festiva y conmemorativa que el centenario y la canonización del Fundador del Opus Dei van a generar no se quedarán sólo en una mera celebración. Los frutos que Dios y la Iglesia —y también, desde el cielo, el Beato Josemaría— esperan de esta ocasión única en la historia del Opus Dei son frutos de santidad y de apostolado.

La perseverancia hasta el final en el camino de la fidelidad a la vocación cristiana es un gran milagro, un milagro no menor que la desaparición de una enfermedad incurable. Y es, como todos, un milagro que Dios concede a quien lo pide con fe. Con la intercesión del Beato Josemaría, es el momento de pedir ahora a Dios el milagro de la propia santidad y de un fruto abundante.

[1] Cfr. Mt 13, 58.

[2] Camino, 583.

[3] Lc 10, 19-20.

Romana, n. 33, Julio-Diciembre 2001, p. 136-137.

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