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En la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, Basílica de San Eugenio, Roma (23-III-2001)

Queridos hermanos y hermanas.

1. Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quiera revelarlo[1]. Es sabido que, en el lenguaje de la Biblia, el verbo “conocer” posee un significado muy rico, que va mucho más allá de la adquisición de algunas nociones sobre Dios, aunque éstas sean profundas e importantes. “Conocer” a Dios conlleva sobre todo una adhesión completa del ser humano —inteligencia, voluntad y corazón; alma y cuerpo; facultades espirituales y sentidos— a nuestro Padre celestial, principio y fin de nuestra existencia. Y como no era posible que nosotros solos alcanzásemos esta participación en la vida divina, el Padre ha enviado al mundo el Verbo eterno. Es lo que confesamos en el Símbolo de la fe: que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del Cielo y se hizo hombre[2]. Jesús se ha encarnado en las entrañas virginales de María por obra del Espíritu Santo, vivió entre nosotros los hombres, murió, resucitó y subió al Cielo para enviarnos el Paráclito de modo que vivamos en comunión con la Santísima Trinidad.

Esta es la vida eterna, enseña también Jesús, que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado[3]. Hoy, al ofrecer el Santo Sacrificio de la Misa en sufragio por Mons. Álvaro del Portillo, en el séptimo aniversario del dies natalis, estas palabras del Señor refuerzan en nosotros la íntima y segura esperanza de que don Álvaro —por la misericordia del Señor que ha premiado su vida santa— goza de la visión del rostro de Dios. Hagamos nuestras, por tanto, las palabras del canto de entrada: Beatus quem elegisti et assumpsisti: inhabitat in atriis tuis[4]; bienaventurado aquél a quien eliges para estar en tu casa y le recibes en ella.

2. En la Carta apostólica Novo millennio ineunte, Juan Pablo II traza las grandes líneas pastorales de la Iglesia al comienzo del nuevo siglo. Después de haber puesto de manifiesto las luces y las sombras de la sociedad contemporánea, concluye, con la luz de la fe, que sólo en el seguimiento de Cristo, único Salvador del mundo, podemos alcanzar la íntima y definitiva unión con Dios que llamamos “vida eterna”, a la que aspiran todos los seres humanos. «No será una fórmula la que nos salve, pero sí una Persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!»[5]. Aquí se basa la necesidad absoluta, aún hoy y siempre —concluye el Papa— de recomenzar desde Cristo.

Han pasado quince años desde que el Santo Padre señalara las características de los evangelizadores que espera el mundo moderno. «Se necesitan heraldos del Evangelio expertos en humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los grandes evangelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos santos para evangelizar el mundo de hoy»[6].

Estas palabras parecen un retrato del primer sucesor del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer al frente del Opus Dei. No hay por qué asombrarse pues es en la forja de los santos donde se da forma a otros santos. Sin anticipar el juicio de la Iglesia, a la que compete verificar la heroicidad de las virtudes cristianas del siervo de Dios, quien conoce la vida de Mons. Álvaro del Portillo no duda en reconocer en la figura de este sacerdote y obispo ejemplar uno de aquellos hombres santos que espera el Papa para nuestra época.

En el trayecto de su larga vida, mi inolvidable predecesor fue experto en humanidad. Quienes le trataron, aunque fuera breves instantes, se sintieron atraídos por su bondad. Toda persona que se le acercaba se sentía comprendida inmediatamente, alentada y amada. Mons. del Portillo participó plenamente en las alegrías y esperanzas de los hombres y mujeres de su tiempo. Primero, como fiel laico del Opus Dei, después como sacerdote —junto al Fundador durante muchos años— y por último como Prelado y Obispo, se interesaba con viveza por todos los problemas de la humanidad; no de modo genérico o distanciado, sino con particular atención, con una concreción que le llevaba a rezar, a mortificarse, a dar vida a iniciativas apostólicas destinadas a favorecer el bien material y espiritual de personas de todos los continentes. No puedo dejar de recordar, por ejemplo, cómo animaba a los fieles y cooperadores de la Prelatura del Opus Dei durante sus viajes pastorales a que buscaran los modos y sacaran adelante los medios necesarios para promover labores apostólicas de formación técnica y profesional, unidas indisolublemente a la formación espiritual —que era la finalidad principal de D. Álvaro en todos sus proyectos—, sobre todo entre los grupos de personas con menos recursos. De este modo, se cuenta por millares el número de personas de todas las condiciones que se han beneficiado del impulso apostólico de este sacerdote generoso.

Todo esto ha sido posible porque Mons. del Portillo persiguió a fondo, desde cuando era muy joven, el objetivo de la santidad que el divino Maestro ha propuesto a todos. Precisamente la pasión por Dios y por las cosas de Dios era la que alimentaba en él la pasión de servir a los hombres. Totalmente consciente de ser hijo de Dios, don Álvaro se dejaba guiar por el Espíritu Santo —como hemos leído en la carta a los Romanos[7]- hasta convertirse en un auténtico enamorado, en un contemplativo en medio del mundo.

3. Es esta la enseñanza que querría obtener al conmemorar a un sacerdote y obispo tan ejemplar y tan querido por todos nosotros. También nosotros, en las circustancias concretas de nuestra vida, podemos y debemos aspirar seriamente a ser santos. Juan Pablo II, en la Carta apostólica citada antes, enumera las prioridades pastorales de la Iglesia en el nuevo siglo: la oración, la participación asidua de la Eucaristía y del sacramento de la Penitencia, la plena confianza en la gracia divina, la meditación y el anuncio de la Palabra de Dios... Todo esto, afirma el Papa, nace de que «la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es la de la santidad»[8]. Y continúa: «Poner la programación pastoral bajo el signo de la santidad es una opción llena de consecuencias. Significa expresar la convicción de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial (...).

»Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos “genios” de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno (...). Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta dirección»[9].

Quisiera terminar con la lectura de un fragmento de la carta pastoral que escribió Mons. del Portillo en 1985, para seguir las iniciativas del Romano Pontífice en orden a la nueva evangelización. Escribía, entre otras cosas, el Prelado del Opus Dei: «Incrementad, pues, hijas e hijos míos, vuestra unión con el Señor, que es la única garantía de éxito en la labor apostólica. Él ha vencido al mundo (cfr. Jn 16,33), y nos hará partícipes de su triunfo si de verdad cultivamos una piedad recia, alimentada con el estudio de la doctrina cristiana; si nuestra oración es operativa, es decir, si nos lleva al sacrificio generoso y se trasluce en el ejemplo de una conducta íntegra, en unidad de vida; si no cejamos en el esfuerzo diario por vivir en la presencia de Dios. No me olvidéis —concluía, retomando una enseñanza del Beato Josemaría— que, “cuanto más lejos de la verdad de Cristo esté el lugar en que os mováis, más dentro de Dios debéis meteros, con nuestra vibración interior y con el fervor apostólico. Así —nos asegura nuestro Padre— seremos luz, farol resplandeciente, encendido en las encrucijadas de esta tierra”»[10].

Os aconsejo que meditéis atentamente sobre estos ideales: están a nuestro alcance porque Mons. del Portillo reza por nosotros. Acudid confiadamente a su protección.

Supliquemos a la Virgen que interceda por nosotros ante su divino Hijo, para que nuestros sinceros deseos de ser santos fructifiquen en una conversión —más profunda y decidida— en estas semanas de Cuaresma que faltan para llegar a la Pascua: la primera Pascua del nuevo milenio. Así sea.

[1] Evangelio de la Misa (Mt 11,27).

[2] Cfr. Misal Romano, Símbolo niceno-constantinopolitano.

[3] Jn 17,3.

[4] Canto de entrada (Sal 64,3).

[5] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 29.

[6] JUAN PABLO II, Discurso al Simposio del Consejo de la Conferencia Episcopal de Europa, 11-X-1985.

[7] Cfr. Segunda lectura (Rm 8,14-23).

[8] JUAN PABLO II, Carta apost. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 30.

[9] Ibid., n. 31.

[10] MONS. ÁLVARO DEL PORTILLO, Carta pastoral, 25-XII-1985, n.6 (Romana [1985] 81-82).

Romana, n. 32, enero-junio 2001, p. 52-55.

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