Discurso durante la clausura del Congreso Internacional sobre la puesta en práctica del Concilio Vaticano II (27-II-2000)
Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:
1. Me alegra mucho encontrarme con vosotros al concluir el congreso que se ha celebrado durante estos días en el Vaticano sobre el tema, verdaderamente arduo y estimulante, de la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II. Saludo al señor cardenal Roger Etchegaray, a quien agradezco las palabras que me ha dirigido en nombre de todos vosotros. Doy la bienvenida, también, a los prefectos de los dicasterios y a los demás purpurados, así como a los arzobispos y obispos, que con su presencia subrayan la importancia de este encuentro. Saludo, por último, a los expertos que han venido de las diversas partes del mundo, para dar la contribución de su experiencia y de sus reflexiones.
El Concilio Ecuménico Vaticano II fue un don del Espíritu Santo a su Iglesia. Por este motivo sigue siendo un acontecimiento fundamental, no sólo para comprender la historia de la Iglesia en este tramo del siglo, sino también, y sobre todo, para verificar la presencia permanente del Resucitado junto a su Esposa entre las vicisitudes del mundo. Por medio de la asamblea conciliar, con motivo de la cual llegaron a la Sede de Pedro obispos de todo el mundo, se pudo constatar que el patrimonio de dos mil años de fe se había conservado en su autenticidad originaria.
2. Con el Concilio, la Iglesia vivió, ante todo, una experiencia de fe, abandonándose a Dios sin reservas, con la actitud de que quien confía y tiene la certeza de ser amado. Precisamente esta actitud de abandono en Dios se nota con claridad al hacer un examen sereno de las Actas. Quien quisiera acercarse al Concilio prescindiendo de esta clave de lectura, no podría penetrar en su sentido más profundo. Sólo desde una perspectiva de fe el acontecimiento conciliar se abre a nuestros ojos como un don, cuya riqueza aún escondida es necesario saber captar.
Vuelven a nuestra memoria, en esta circunstancia, las significativas palabras de san Vicente de Lérins: «La Iglesia de Cristo, diligente y cauta custodia de los dogmas confiados a ella, nunca cambia nada en ellos; nada disminuye, nada añade; no amputa nada necesario, no añade nada superfluo; no pierde lo que es suyo, no se apropia de lo que es de otros; por el contrario, con celo, considerando con fidelidad y sabiduría los antiguos dogmas, tiene como único deseo perfeccionar y pulir los que antiguamente recibieron una primera forma y un primer esbozo, consolidar y reforzar los que ya han alcanzado relieve y desarrollo, custodiar los que ya han sido confirmados y definidos» (Commonitorium, XXIII).
3. Los padres conciliares afrontaron un auténtico desafío. Consistía en tratar de comprender más íntimamente, en un período de rápidos cambios, la naturaleza de la Iglesia y su relación con el mundo, para realizar la oportuna actualización (aggiornamento). Aceptamos ese desafío —yo fui uno de los padres conciliares—, y dimos una respuesta buscando una inteligencia más coherente de la fe. Lo que hicimos durante el Concilio fue mostrar que también el hombre contemporáneo, si quiere comprenderse a fondo a sí mismo, necesita a Jesucristo y a su Iglesia, que permanece en el mundo como signo de unidad y comunión.
En realidad, la Iglesia, pueblo de Dios en camino por los senderos de la historia, es el testimonio perenne de una profecía que, a la vez que testimonia la novedad de la promesa, hace evidente su realización. El Dios que hizo la promesa es el Dios fiel que cumple la palabra dada.
¿No es esto lo que la Tradición que se remonta a los Apóstoles nos permite verificar diariamente? ¿No estamos en un proceso constante de transmisión de la Palabra que salva y que ofrece al hombre, dondequiera que se encuentre, el sentido de su existencia? La Iglesia, depositaria de la Palabra revelada, tiene la misión de anunciarla a todos.
Esta misión profética exige tomar la responsabilidad de manifestar lo que la Palabra anuncia. Debemos presentar signos visibles de la salvación, para que el anuncio que llevamos se comprenda en su integridad. Anunciar el Evangelio al mundo es una tarea que los cristianos no pueden delegar a otros. Es una misión que deriva de la responsabilidad propia de la fe y del seguimiento de Cristo. El Concilio quiso devolver a todos los creyentes esta verdad fundamental.
4. Para recordar el vigésimo aniversario del Concilio Vaticano II, convoqué en 1985 un Sínodo extraordinario de los obispos. Tenía como objetivo celebrar, verificar y promover la enseñanza conciliar. Los obispos, en su análisis, hablaron de «luces y sombras» que habían caracterizado el período posconciliar. Por este motivo, en la carta Tertio millennio adveniente escribí que «el examen de conciencia debe mirar también la recepción del Concilio» (n. 36). Hoy os doy las gracias a todos vosotros que habéis venido de diferentes partes del mundo para responder a esta solicitud. El trabajo que habéis realizado durante estos días ha mostrado la presencia y la eficacia de la enseñanza conciliar en la vida de la Iglesia. Ciertamente, exige un conocimiento cada vez más profundo. De todas formas, en esta dinámica es necesario no perder la genuina intención de los padres conciliares; más bien, hay que recuperarla superando interpretaciones arbitrarias y parciales, que han impedido expresar del mejor modo posible la novedad del magisterio conciliar. La Iglesia conoce desde siempre las reglas para una recta hermenéutica de los contenidos del dogma. Son reglas que se sitúan dentro del entramado de fe y no fuera de él. Leer el Concilio suponiendo que conlleva una ruptura con el pasado, mientras que en realidad se sitúa en la línea de la fe de siempre, es una clara tergiversación. Lo que han creído «todos, siempre y en todo lugar», es la auténtica novedad que permite que cada época se sienta iluminada por la palabra de la revelación de Dios en Jesucristo.
5. El Concilio fue un acto de amor: «Un grande y triple acto de amor» —como dijo Pablo VI en el discurso de apertura del cuarto período del Concilio—, un acto de amor «hacia Dios, hacia la Iglesia, hacia la humanidad» (Insegnamenti, vol. III [1965] 475). La eficacia de ese acto no se ha agotado en absoluto: continúa obrando a través de la rica dinámica de sus enseñanzas.
La constitución dogmática Dei Verbum puso con renovada conciencia la palabra de Dios en el centro de la vida de la Iglesia. Esta centralidad deriva de una percepción más viva de la unidad entre la sagrada Escritura y la sagrada Tradición. La palabra de Dios, que se mantiene viva gracias a la fe del pueblo santo de los creyentes bajo la guía del Magisterio, nos pide también a cada uno de nosotros que asumamos nuestra responsabilidad en la conservación intacta del proceso de transmisión.
Para que el primado de la revelación del Padre a la humanidad conserve toda la fuerza de su novedad radical es preciso que la teología, ante todo, se convierta en instrumento coherente de su inteligencia. En la encíclica Fides et ratio escribí: «Como inteligencia de la Revelación, la teología en las diversas épocas históricas ha debido afrontar siempre las exigencias de las diferentes culturas para luego conciliar en ellas el contenido de la fe con una conceptualización coherente. Hoy tiene también un doble cometido. En efecto, por una parte debe desarrollar la labor que el Concilio Vaticano II le encomendó en su momento: renovar las propias metodologías para un servicio más eficaz a la evangelización. (...) Por otra parte, la teología debe mirar hacia la verdad última que recibe con la Revelación, sin darse por satisfecha con las fases intermedias» (n. 92).
6. Lo que la Iglesia cree es lo que asume como objeto de su oración. La constitución Sacrosanctum Concilium ilustró las premisas para una vida litúrgica que rinda a Dios el verdadero culto que le debe dar el pueblo llamado a ejercer el sacerdocio de la nueva Alianza. La acción litúrgica debe ayudar a todos los fieles a entrar en la intimidad del misterio, para captar la belleza de la alabanza al Dios trino. En efecto, constituye una anticipación en la tierra de la alabanza que los bienaventurados rinden a Dios en el cielo. Por tanto, en toda celebración litúrgica habría que dar a los participantes la posibilidad de gustar anticipadamente, aunque sea bajo el velo de la fe, algo de las dulzuras que brotarán de la contemplación de Dios en el paraíso. Por esta razón, todo ministro, consciente de la responsabilidad que tiene con respecto al pueblo confiado a él, deberá respetar fielmente el carácter sagrado del rito, creciendo en la inteligencia de lo que celebra.
7. «Ha llegado la hora en que la verdad sobre la Iglesia de Cristo debe ser analizada, ordenada y expresada», afirmó el Papa Pablo VI en el discurso de apertura del segundo período del Concilio (Insegnamenti, vol. I [1963], 173-174). Con esas palabras el inolvidable Pontífice identificó la tarea principal del Concilio. La constitución dogmática Lumen gentium fue un verdadero canto de exaltación de la belleza de la Esposa de Cristo. En esas páginas recogimos la doctrina expresada por el Concilio Vaticano I e imprimimos el sello para un estudio renovado del misterio de la Iglesia.
La comunión es el fundamento en el que se apoya la realidad de la Iglesia. Una koinonía cuya fuente está en el misterio mismo del Dios trino y se extiende a todos los bautizados, que por eso están llamados a la unidad plena en Cristo. Dicha comunión se manifiesta en las diversas formas institucionales en las que se realiza el ministerio eclesial y en la función del Sucesor de Pedro como signo visible de la unidad de todos los creyentes. A todos resulta evidente que el Concilio Vaticano II hizo suyo con gran impulso el anhelo «ecuménico». El movimiento de encuentro y clarificación, que se puso en marcha con todos los hermanos bautizados, es irreversible. La fuerza del Espíritu llama a los creyentes a la obediencia, para que la unidad sea fuente eficaz de la evangelización. La comunión que la Iglesia vive con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es signo de que los hermanos están llamados a vivir juntos.
8. «El Concilio, que nos ha dado una rica doctrina eclesiológica, ha relacionado orgánicamente su enseñanza sobre la Iglesia con la enseñanza sobre la vocación del hombre en Cristo»: esto lo dije en la homilía durante la misa de apertura del Sínodo de los obispos, el 24 de noviembre de 1985 (n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1985, p. 1). La constitución pastoral Gaudium et spes, que planteaba los interrogantes fundamentales a los que toda persona está llamada a responder, nos repite hoy también a nosotros unas palabras que no han perdido su actualidad: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (n. 22). Son palabras que aprecio mucho y que he querido volver a proponer en los pasajes fundamentales de mi magisterio. Aquí se encuentra la verdadera síntesis que la Iglesia debe tener siempre presente cuando dialoga con el hombre de este tiempo, como de cualquier otro: es consciente de que posee un mensaje que es síntesis fecunda de la expectativa de todo hombre y de la respuesta que Dios le da.
En la encarnación del Hijo de Dios, que este jubileo quiere celebrar con motivo del bimilenario de ese acontecimiento, es evidente la llamada del hombre. Éste no pierde su dignidad cuando se abandona a Cristo por la fe, porque entonces su humanidad es elevada a la participación en la vida divina. Cristo es la verdad que no tiene ocaso: en Él Dios se encuentra con todos los hombres, y todos los hombres pueden ver a Dios en Él (cfr. Jn 14, 9-10). Ningún encuentro con el mundo será fecundo si el creyente deja de fijar su mirada en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. El vacío que muchos experimentan hoy ante la pregunta sobre el porqué de la vida y de la muerte, sobre el destino del hombre y sobre el sentido del sufrimiento, sólo puede ser colmado por el anuncio de la verdad que es Jesucristo. El corazón del hombre estará siempre «inquieto», hasta que descanse en Él, verdadero consuelo para cuantos están «fatigados y sobrecargados» (Mt 11, 28).
9. La «pequeña semilla» que el Papa Juan XXIII depositó «con el corazón y la mano temblorosos» (constitución apostólica Humanæ salutis, 25 de diciembre de 1961) en la basílica de San Pablo extramuros el 25 de enero de 1959, anunciando su intención de convocar el vigésimo primer concilio ecuménico de la historia de la Iglesia, ha crecido convirtiéndose en un árbol que ahora extiende sus ramas majestuosas y fuertes en la viña del Señor. Ya ha dado muchos frutos en estos treinta y cinco años de vida, y dará muchos más en el futuro. Una nueva época se abre ante nuestros ojos: es el tiempo de la profundización de las enseñanzas conciliares, el tiempo de la cosecha de cuanto sembraron los padres conciliares y la generación de estos años ha cultivado y esperado.
El Concilio Ecuménico Vaticano II fue una verdadera profecía para la vida de la Iglesia: y seguirá siéndolo durante muchos años del tercer milenio recién iniciado. La Iglesia, con la riqueza de las verdades eternas que le han sido confiadas, continuará hablando al mundo, anunciando que Jesucristo es el único verdadero Salvador del mundo: ayer, hoy y siempre.
Romana, n. 30, enero-junio 2000, p. 17-21.