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«Una, santa, católica y apostólica», respuestas a las preguntas formuladas para el libro "Sopravviverà la Chiesa nel terzo millennio?" (Turín 1999)

1. Yo creo porque...

Tertuliano creía «porque es absurdo», San Agustín «para comprender». ¿Usted, porqué cree? ¿Es necesario abandonar el mundo para vivir la fe?

Yo creo «por Cristo Nuestro Señor», como enseña san Pablo. Y creo, también, porque lo necesito. La fe es luz de Dios para la inteligencia. Con esta luz podemos conocer la verdad sobre Dios que se revela y la verdad sobre el mundo y el hombre. El que, por la gracia de Dios, ha experimentado la seguridad, el calor y la luz de la fe, acaba teniendo necesidad de ella: sin fe todo se vuelve frío, oscuro, angustioso.

Para vivir la fe no es necesario abandonar el mundo; es más, para la mayor parte de los católicos es precisamente el mundo el camino que deben recorrer para llegar a Dios: pues descubrimos su mano en la naturaleza, en el hombre, en el trabajo, en la creación entera. Me atrevería a decir que el mundo es un libro escrito por Dios para el hombre y, a la vez, un libro que escribe el hombre con sus obras para hablar con Dios. La fe no me saca del mundo sino que me impulsa a amar el mundo apasionadamente.

2. Extra Ecclesiam nulla salus?

«Extra Ecclesiam nulla salus»: ¿conservará su valor esta afirmación en el Tercer Milenio?

La Iglesia es el sacramento de salvación querido por Cristo para todos los hombres. Esta es una verdad que no tiene "fecha de caducidad" y que por lo tanto sigue siendo válida en este final de milenio. Ciertamente, es verdad, como ha recordado Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor, que la rectitud moral, es decir, la búsqueda sincera de la verdad, es —para los que no han recibido el don de la fe— un medio de salvación. Pero la salvación llega siempre, también a estos hombres y mujeres, de modo invisible e incomprensible para nosotros, del mismo Cristo y de la Iglesia en su realidad de misterio salvífico.

Gracias a la Iglesia, el hombre conoce su origen y su destino; gracias a la Iglesia encuentra el camino para alcanzar la vida eterna y la relativa felicidad que se puede tener en esta tierra; fuera de la Iglesia, en cambio, el hombre es zarandeado por serias dificultades, que convierten la búsqueda de la verdad y el descubrimiento del camino de la salvación en algo bastante complicado.

3. La tentación gnóstica

Al menos en el mundo occidental cristiano, el siglo XX llega a su fin bajo el prepotente influjo de la "New Age": el hombre se siente Dios, parte de una energía cósmica genérica de la que simplemente debe tomar conciencia. La salvación conquistada por el propio Yo, sin necesidad de la gracia. Estamos en el mismo siglo XX en el que Bernanos ha concluido su Diario de un cura rural con la frase célebre de «Todo es gracia». ¿Qué ha pasado en estos años?

A mí me parece que el hombre occidental de fin de siglo más que sentirse Dios se siente libre dueño de sí mismo y, a la vez, prisionero de un engranaje complejo al que no se atreve a hacer frente. Hay, en el fondo, una especie de libertad conformista: un conformismo dulce pero, a veces, cínico, porque renuncia a encontrar la verdad y el bien. A mí me parece que, a final del siglo, en occidente, sólo la voz de quienes se han tomado en serio a Cristo contrasta con el conformismo imperante. Son una minoría, ciertamente, pero son la esperanza para los que quieran liberarse del conformismo sostenido por múltiples intereses, también económicos.

Los movimientos de carácter abierta o difusamente gnóstico que existen también hoy, se esfuerzan en ofrecer, como siempre, una respuesta racional a las inquietudes de salvación y de sentido por parte de los hombres, y no es extraño que encuentren audiencia. La fe como actitud espiritual estable requiere una expresión vital coherente, "materializada" en el vivir cotidiano. Pero es evidente que podemos impedirla: basta con no querer aceptar el compromiso moral —es decir, en las obras— que la fe exige. Con otras palabras, basta con neutralizar en la conciencia el mensaje de la Cruz salvadora de Cristo y negar la realidad del pecado, recurrente artificio de la tentación gnóstica.

En esas circunstancias, puede abrirse camino en algunas conciencias poco formadas el anuncio de una "salvación" a través de la mera adquisición de otros conocimientos antes ocultos y ahora desvelados. El fenómeno New Age no encuentra audiencia y seguimiento entre quienes no han olvidado que la fe en Jesucristo «actúa por la caridad» (Gal 5, 6) y que «la fe sin obras está muerta» (Sant 2, 26).

El último Concilio calificó esa fractura entre fe y vida como «uno de los más graves errores de nuestra época» (Gaudium et spes, 43). Para superar esa fractura es muy importante que los fieles cristianos se formen en el genuino sentido de la salvación y sean estimulados a acercarse a las fuentes de la gracia, a renovar de modo operativo la conversión de vida a la que se han comprometido por el bautismo.

Considero, pues, que a todos los niveles se debe seguir desarrollando —como núcleo de la nueva evangelización— una constante catequesis sobre la redención y la gracia. En la acción pastoral es preciso promover con renovado empeño la devoción a la Eucaristía y la participación en el Sacrificio Eucarístico, centro y raíz de la vida cristiana, que condensa todo el saber de la fe católica acerca de nuestro Divino Redentor y su obra salvadora. Es también de vital importancia la pastoral del sacramento de la Penitencia, donde el cristiano experimenta la misericordia divina que perdona y mueve a perdonar. Ya desde su primera encíclica, el Papa ha recordado que la Iglesia en nuestro tiempo debe ser «la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia» (Redemptor hominis, 20).

4. Alter Christus, ipse Christus

Por todas partes pululan sectas, movimientos, individuos que redescubren ardores místicos, pero paralelamente la sociedad se seculariza. La gente va cada vez menos a Misa, los jóvenes dicen, cada vez más, que creen en un Dios concebido como una entidad abstracta (Jesús y la Iglesia brillan por su ausencia). Muchos lugares santos se transforman en lugares turísticos, e incluso en los matrimonios religiosos el aspecto sacro resulta marginal. ¿Cómo puede la Iglesia resistir a esta tendencia?

Es cierto que, desgraciadamente, muchos de nuestros contemporáneos navegan como a la deriva en lo que se refiere a los valores espirituales y religiosos. Pero no perdamos de vista otros aspectos positivos del momento presente como, por ejemplo, el aprecio universal al Santo Padre, cuya generosa entrega a su ministerio atrae hacia Dios a incontables personas, en particular a los jóvenes. Consideremos también el dato evidente de que, junto a las tendencias desacralizantes, no faltan impulsos eficaces en sentido inverso. Por ejemplo, el impresionante testimonio de solidaridad y entrega a los demás por amor a Jesucristo que se advierte —todos lo advierten, aunque no todos lo reconozcan— en las variadísimas formas de ejercicio de la caridad cristiana. Ese espíritu de servicio, tan conmovedor en muchas ocasiones; ese amor cristiano y sacrificado a los demás, comenzando por los más débiles y necesitados; ese amor a la Cruz que es esencial al cristianismo, se revelan como signos inequívocos de Dios ante las conciencias, constituyen un mensaje vivo que recuerda la dignidad de cada persona llamada a ser hijo de Dios. Se observan, pues, muchos elementos positivos, que salen al paso de esa ola de paganismo que está cuarteando amplios estratos de la sociedad contemporánea.

Es patente, sin embargo, que no pocos cristianos han desertado de sus deberes religiosos. Se han oscurecido algunos signos de la identidad cristiana, que deberían lucir con mayor claridad. Aunque no cabe dar explicaciones breves de problemas complejos, ni pretendo simplificar las cosas, pienso que —tras las cesiones al secularismo y al indiferentismo por parte de algunos creyentes— hay sin duda una dosis de ignorancia, pero también, y me parece oportuno subrayarlo, una falta de valentía de los que nos sabemos hijos de Dios para asumir un compromiso personal con la verdad y sus exigencias éticas.

¿Cómo se puede reaccionar? Hoy, como siempre, el verdadero testimonio cristiano exige la revalorización de la santidad como meta real del compromiso personal. No es una utopía proclamar hoy ante los hombres el inmenso atractivo de la santidad cristiana, del seguimiento sincero de Jesucristo en medio de las circunstancias de la propia existencia. No califiquemos como ilusorio el convencimiento de que el anuncio de la santidad —a la que Dios nos llama a todos— es capaz de despertar, con ayuda de la gracia, muchas conciencias aletargadas.

Lo decía el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, con estas palabras: «Esto es realizable, no es un sueño inútil. (...) Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención» (Es Cristo que pasa, 183).

5. La unidad de vida

La confrontación de la Iglesia con el mundo moderno comienza con el Papa Pío XII y se concreta en el Concilio Vaticano II. Pero después de este acontecimiento, según algunos, la Iglesia ha sido invadida por la secularización, como ya había sucedido hacia tiempo con las grandes confesiones protestantes. ¿Comparte este diagnóstico? Y, de cualquier modo, ¿cuáles pueden ser las actitudes que conviene tomar para evitar que esto ocurra?

La Iglesia, desde que nació, ha estado en confrontación con el mundo de cada época. Vd. conoce las cartas del famoso converso, Pablo, como conoce los avatares de Pedro y de Agustín o de Tomás Moro, o de Henry Newman o de Edith Stein. Gente que, fiel a la Iglesia, ha estado metida hasta las cejas en la sociedad de su tiempo (el ambiente que les rodeaba), dando claro testimonio de la Verdad-Vida que es Jesucristo. Y así, en cada momento histórico, la multitud de los santos (canonizados o no), la muchedumbre de los "fieles", han estado en su mundo, siendo de Cristo y llevando el espíritu de Cristo en la debilidad de la propia carne. Sólo hay una fórmula para evitar esos riesgos de secularización de que Vd. habla: comprender que el cristianismo no es una suma de verdades abstractas dogmáticas o morales, sino el gran acontecimiento de Dios hecho Hombre que vive entre nosotros y nos llama, nos está llamando a todos a compartir su Vida y seguir realizando la obra por la que vino a esta tierra y murió y resucitó: redimir al hombre de la soledad en la que le sume el pecado. Es en este encuentro con Cristo, que se nos ofrece en la Iglesia, donde el hombre halla la gran novedad perenne, que da plenitud de sentido a su vida diaria e ilumina con una luz nueva todo su quehacer terreno, desde el más brillante hasta el más modesto.

La clave de la relación del cristiano con el mundo, en el plano existencial de la concreta vida diaria, se puede expresar con un concepto muy característico de las enseñanzas del beato Josemaría Escrivá de Balaguer: la unidad de vida. El cristiano no tiene que seguir como dos caminos paralelos —su vida espiritual, por un lado, y su actuación profesional, por otro distinto—, sino uno solo, en el que busca la santidad ordenando a Dios las realidades terrenas.

6. Una devoción de niños

Se afirma a veces, en tono de crítica, que existe una gran separación entre la religión del pueblo y la de los teólogos. La religión popular atiende más a la devoción, sobre todo a la Virgen; la religión de los teólogos parece más centrada en los temas protestantes ligados a la contraposición entre la gracia y la naturaleza, entre fe y naturaleza. ¿Cómo se podría recoser este desgarrón en el caso de que existiera?

La religiosidad popular, tan igual y tan variada en todo el orbe católico, tiene una gran importancia se mire como se mire, tanto con la mirada de la razón como con la mirada, sencilla pero no menos profunda, del corazón.

¿Cómo las mira el teólogo católico? Como lo que son: manifestaciones vivas, en ocasiones multiseculares, de una fe religiosa que se ha convertido en expresión vital, en fuente de significados para la propia existencia, en fe inculturada. Detrás de la religiosidad popular hay con frecuencia mucha doctrina y mucha teología. Es expresión de los misterios de la fe, que el pueblo cristiano cree y vive con esas manifestaciones de piedad, aprobadas, se entiende, por la autoridad de la Iglesia. No cabe olvidar que la Iglesia da un valor extraordinario al sensus fidei del pueblo de Dios, que con palabras de un Padre de la Iglesia se define como lo que se ha creído «semper, ubique et ab omnibus». Es estupenda esa perseverancia en la fe que el pueblo ha mantenido en los países donde se ha pretendido desarraigar el cristianismo.

Juan Pablo II ha hablado de renacimiento o descubrimiento de los auténticos valores de la religiosidad popular, y ha subrayado su papel en el contexto de la nueva evangelización (cfr. Cruzando el umbral de la Esperanza, p. 128). Pensemos, por ejemplo, en las manifestaciones populares de la fe eucarística de la Iglesia, tan desarrolladas en el milenio que ahora acaba. Se ha dicho, y lo comparto, que la piedad eucarística forma parte principal de la identidad cultural europea. En torno, por ejemplo, a la fiesta del Corpus Christi, se han ido desarrollando durante siglos en todo el continente actitudes sociales y expresiones culturales y artísticas de notable importancia. Habrían sido imposibles si no hubieran contado con la reflexión teológica.

Más en general, no puede olvidarse que la piedad necesita la doctrina teológica, que le da solidez y fundamento; y que la teología debe llevar a la piedad y alimentarse de ella, porque no pueden separarse el conocimiento y el amor de Dios. Los mayores teólogos han sido grandes santos.

7. Jamás encerrados en el gueto

Los teólogos católicos son acusados frecuentemente de expresar sus enseñanzas de acuerdo con la cultura dominante ¿No cree que el catolicismo continúa siendo una fuerza, un punto de referencia, precisamente cuando procura no homologarse con las modas culturales?

La Iglesia no tiene vocación de gueto, ya que existe precisamente para extenderse como Reino de Cristo, continuando la misión sacerdotal, profética y real de su Señor.

El diálogo entre la fe y las culturas es necesario para lograr que el Evangelio ilumine desde dentro todas las realidades terrenas, purificándolas en lo que sea preciso y convirtiéndolas en ocasión de encuentro del hombre con Dios. Por esa razón, como repite el Papa Juan Pablo II, «una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida». Para que la fe sea acogida por los hombres y pueda desplegar su fuerza salvífica se necesita, con la gracia de Dios, un anuncio inteligible que ilumine a los oyentes, que penetre con naturalidad en sus espíritus, en sus esquemas de pensamiento, en sus habituales canales de comunicación.

En todo esto, es importante distinguir entre la deseable inculturación de la fe («una fe que se hace cultura») y la falsificación de la doctrina de fe por sometimiento a las formas culturales dominantes. La fe subordinada a la cultura dominante sería, por el contrario, la antítesis del anuncio del Evangelio.

8. Hay un solo modelo

En opinión de algunos, las circustancias históricas hacen necesarios nuevos modelos para la Iglesia: y hablan de menos jerarquía y más democracia, de descentralización de las instituciones eclesiales, comprensión hacia todas las tradiciones culturales, una teología al servicio de la comunidad y con absoluto respeto de la libertad de investigación. ¿No es peligrosa esta visión “democrática”? ¿Cómo se concilian los principios democráticos con el poder ex cathedra del Vicario de Cristo?

Así como no hay más que una Iglesia de Jesucristo, sólo cabe hablar de un "modelo de Iglesia": la que Él ha querido fundar en el Espíritu Santo siguiendo los designios del Padre. No existe, pues, más modelo de Iglesia que el confesado en el Credo: la Iglesia una, santa, católica y apostólica, que tiene en el Romano Pontífice su cabeza visible en la tierra. Otros eventuales "modelos" no pueden ser tenidos como tales.

¿Y qué es lo inmutable del misterio de la Iglesia? Pues precisamente lo que está más allá de nosotros mismos y de nuestra voluntad: la naturaleza y la misión que Jesucristo le ha dado. Para expresar mejor la idea podemos apoyarnos en una enseñanza del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, n. 8) según la cual existe una profunda analogía entre Cristo y la Iglesia. Así como no se podría suprimir arbitrariamente de la imagen que tenemos de Cristo, sin desvirtuar la realidad, la afirmación de su ser de Dios-Hombre y su misión de Redentor, no es posible eliminar de nuestra percepción del misterio de la Iglesia una naturaleza divino-humana y una misión redentora que se manifiestan en la imagen eclesial que hemos visto realizada en la historia desde el principio. Son elementos suyos inalienables: la igualdad de todos los fieles en cuanto a la dignidad bautismal; la comunidad de misión; la distinción establecida por el Espíritu Santo entre los fieles, a través de la diversidad de dones que distribuye y de las funciones al servicio de la misión común para los que quedan capacitados, etc. Elemento estructural básico es la existencia de un sacerdocio común de todos los bautizados y un sacerdocio ministerial, esencialmente distintos y complementarios o mutuamente ordenados.

Que haya en la Iglesia un sacerdocio común —el de todos los fieles— y, al mismo tiempo, inseparable de éste, una jerarquía eclesiástica ligada a la recepción por algunos fieles del sacerdocio ministerial y, con él, una función magisterial, pastoral y santificadora específicas, no es un modelo entre otros posibles de la Iglesia de Jesucristo. Es sencillamente la expresión exacta e inmutable de la única Iglesia fundada por Él.

Decía el Beato Josemaría, «Jerarquía significa gobierno santo y orden sagrado, y de ningún modo arbitrariedad humana o despotismo infrahumano. En la Iglesia el Señor dispuso un orden jerárquico, que no ha de transformarse en tiranía: porque la autoridad misma es un servicio, como lo es la obediencia». El Papa, cabeza de la jerarquía y de toda la Iglesia, tiene significativamente el título de honor de "siervo de los siervos de Dios". Concebir la naturaleza de la Iglesia como la de las sociedades democráticas carecería de sentido.

9. No sólo ex cathedra

La infalibilidad del Papa: ¿Un obstáculo en el camino del ecumenismo o un gran tesoro de la tradición católica? ¿Será el Papa “un poco menos infalible” en el tercer milenio? Y, si nos encamináramos por esta vía, ¿qué permanecería de la Iglesia tal y como la conocemos?

La infalibilidad del Papa en las definiciones dogmáticas ex-cathedra es sólo un aspecto de su ministerio de Sucesor del Apóstol Pedro como Cabeza visible de la Iglesia: un aspecto de su oficio (munus) de enseñar, de su Magisterio universal. El Primado del Papa se refiere también a la misión de santificar, como Sumo Pontífice, y a la de gobernar, como Supremo Pastor de la Iglesia.

En virtud de este primado, que el Señor confió al Apóstol Pedro y a sus sucesores, como la Tradición de la Iglesia ha transmitido desde el primer momento, el Romano Pontífice es «principio visible y fundamento de unidad» de la Iglesia (cfr. Lumen gentium, 23). No cabe ver un obstáculo para la unidad en aquello que es precisamente su principio y fundamento.

El ecumenismo se favorece profundizando en esta verdad, no difuminándola. Concretamente, resulta muy importante comprender que la Iglesia universal y su Cabeza visible no son algo exterior a las Iglesias particulares, sino algo interior, es decir, un elemento constitutivo de su realidad. La Iglesia universal no es una federación de Iglesias, sino un cuerpo de Iglesias. Un cuerpo en el que es esencial la unión con la cabeza. Si hay una herida en esa unión no puede haber vida en plenitud, e incluso la vida puede desaparecer si la ruptura con la cabeza es total. La comunión con el Romano Pontífice es precisamente la vida de las Iglesias particulares. Como manifestó el Señor durante su oración al Padre en la Última Cena: «Que todos sean uno... para que el mundo crea» (Jn 17, 20-21).

10. Atajos peligrosos

Un gobierno sinodal para la Iglesia, la superación de la sacralidad del culto, la secularización del sacerdote, el sacerdocio femenino. Son "tentaciones" que se presentan con la excusa de favorecer la unidad de los cristianos y de superar obstáculos históricos. ¿No le parece que poner en discusión el catolicismo como figura histórica es arriesgarse a llevarlo a la ruina?

Los puntos que Vd. señala son, en efecto, "tentaciones" que se presentan al buscar la unidad de los cristianos. Pero, jamás llegará la unidad por ese camino. Son actitudes que difieren profundamente del sentido católico, auténtico, del misterio de la Iglesia y, dentro de ese tesoro, de la concepción del ministerio sacerdotal.

La doctrina sobre el sacerdocio ministerial es tan nuclear en la fe de la Iglesia, que todo defecto o error grave en su anuncio (como sucedería, por ejemplo, con la aceptación del sacerdocio femenino) generaría un completo desequilibrio doctrinal. Igualmente central es la doctrina sobre el sacerdocio común de los fieles, que ha sido objeto de un importante desarrollo en torno a las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del magisterio pontificio postconciliar.

Si el Espíritu Santo ha conducido a la Iglesia a un mayor grado de autoconocimiento, ayudándola a progresar en la comprensión teológica del sagrado ministerio y de la condición laical —por no hablar ahora de la vida consagrada—, no tendría sentido pensar que la unidad de los cristianos se ha de conseguir abandonando esas vías de crecimiento. Mientras nos disponemos a entrar en el nuevo milenio, hay que seguir trabajando en la teología del sacerdocio y del laicado, y también en la aplicación práctica de la doctrina eclesiológica conciliar, firmemente asentada en la mutua referencia entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial.

11. El hombre desintegrado

La Iglesia ha combatido el materialismo y el racionalismo en todas sus formas y degeneraciones. Hoy en día, ambos filones han entrado en crisis en todo el mundo, pero los huérfanos de uno y otro no dan muestra de sentirse atraídos por la Buena Nueva. Parecen desorientados ¿Es que Cristo ha dejado de hablar a la gente a través de sus Pastores?

Han entrado en crisis algunas formas de materialismo y algunos aspectos de la concepción ilustrada, muy influyentes en tiempos pasados. Pero no han dejado de estar presentes y de influir en las personas y en la sociedad otras formas de esos mismos errores. ¿O deberíamos pensar quizá que ha disminuido la carga de materialismo en los comportamientos y en las actitudes de este final de siglo? La caída del Muro de Berlín, si queremos fijar la atención en ese hecho simbólico, ha significado el desmoronamiento de muchos mitos intelectuales, de muchas construcciones sociales y políticas pseudocientíficas, de muchas mentiras. Pero no todo pertenece ya al pasado: los efectos prácticos no han desaparecido con el ocaso de esas concepciones. Por otro lado, no es posible ignorar que parte de esos errores tienen también su origen en el materialismo práctico de origen liberal.

Hoy encontramos con frecuencia al hombre interiormente dividido, aún más, diría con el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, desintegrado: basta ver los patéticos esfuerzos de muchos para conjugar «buen nombre e indecencia, esclavitud viciosa y buena imagen». ¿No es acaso patético el esfuerzo de tantos, para tratar de convencerse a sí mismos y a los demás que una cosa es la vida pública y otra "mi vida privada"? Quizá se puede encontrar por aquí el núcleo duro de tantos "extravíos" —no sólo morales— del hombre de fin de siglo.

La crisis práctica de las ideologías y la consiguiente debilitación de su hegemonía cultural ha dejado una carencia de puntos de referencia en muchas personas. Pero esto no significa que el hueco pueda ser ocupado sin más por el anuncio del Evangelio. La doctrina de la Iglesia no es una ideología que pueda pasar a ocupar el lugar dejado por otras. Es sabiduría de Dios y don de Dios, y exige antes de nada conversión y cambio interior, sin los cuales no hay espacio para la fe viva. De ahí que la nueva evangelización, tan necesaria, sea primariamente una llamada a la conversión espiritual: abrir sin temor las puertas a Cristo.

Más que huérfanos, todos los materialismos contemporáneos han dejado muchas conciencias heridas, ciegas para la luz de Cristo o, más bien, encerradas en una región de oscuridad, de rechazo de la verdad. Por eso, éste es tiempo de reevangelización, de nuevo anuncio del Evangelio con la palabra y con la elocuencia de los hechos, tanto por parte de los fieles corrientes como de los Pastores.

La Iglesia —y me refiero, repito una vez más, no solamente a la Jerarquía sino a todos los bautizados— no tiene otro camino que aquel de hace dos mil años: que los cristianos sepamos proponer y hacer conocer, con el testimonio de la propia vida y la palabra, la permanente gran novedad que es Jesucristo, Dios y hombre, vivo y presente entre nosotros. Estamos ante el gran desafío de hacer descubrir que solamente en Cristo pueden encontrar los hombres el médico y la medicina para sus enfermedades. Si la Iglesia —es decir, todos los católicos— se contentara con ser "moderna" se encontraría enseguida "pasada de moda", como una pieza de museo más o menos decorativa. La Iglesia, fiel a Cristo, es y será siempre novedad para todas las estaciones de la historia; y por esto será siempre, de un lado, signo de contradicción para los conformistas y, de otro, signo de esperanza para quien ha comprendido el profundo sentido de su vida y reconoce su propia debilidad.

12. Orientar, sin dar soluciones hechas

La caída del comunismo y del marxismo ha abierto el camino a una influencia cada vez mayor de la economía de mercado, al menos en teoría. La Iglesia, que ha sido uno de los principales rivales del comunismo y, con el pontificado de Juan Pablo II, también uno de los factores determinantes de su derrumbamiento, parece incierta: condena los "excesos" del capitalismo en nombre de la solidaridad, pero no se comprende cuál sería su modelo económico alternativo ¿Existe? ¿Es tarea de la Iglesia intervenir en estos campos? Si lo es, ¿cómo y hasta qué punto?

La Iglesia, que no puede dejar de condenar los errores, no se considera rival de nada ni de nadie. Anuncia la Verdad de Jesucristo, y la defiende para bien de la humanidad de todos los tiempos. Por eso, no tiene un modelo económico propio, como no lo tiene en ningún otro campo dejado por Dios a la libertad y responsabilidad de los hombres. Las intervenciones del magisterio de la Iglesia en esta materia se dirigen a orientar las conciencias, a promover la justicia, a defender la dignidad de las personas, a exhortar a la caridad y a la solidaridad, a rechazar y combatir los errores teóricos o prácticos, etc. No tienen por objeto dar soluciones concretas, aportar criterios técnicos. El ámbito de esa enseñanza está determinado por la propia naturaleza de la función magisterial; es decir, por razón de su objeto y de su finalidad trascendente.

13. Los cristianos y la política

¿Piensa que los cristianos en la política deben considerarse sólo "la sal de la tierra", esparcidos en todas las posiciones, o serían deseables formas de unión, puntos comunes en el debate, batallas peleadas conjuntamente? ¿Hasta qué punto puede la Iglesia dirigir, aconsejar e intervenir?

Dentro del ámbito de la fe católica transmitida por la Iglesia y, por tanto, dentro de la concepción cristiana del hombre y de la vida, hemos de proclamar y defender la plena libertad de opción de los discípulos de Cristo en las materias opinables. Y con esa premisa, hemos de afirmar la libertad de situarse políticamente en las coordenadas que a cada uno le parezcan oportunas —siempre que respeten, como es lógico, las verdades fundamentales sobre el hombre que Cristo ha revelado—, para trabajar en la edificación de la sociedad.

A partir de estos presupuestos, resulta lógico que los católicos estén presentes en los múltiples ámbitos de participación política —no tiene porqué ser sólo uno—, de acuerdo con sus personales convicciones y en el respeto de las de los demás: también, en particular, de las de otros católicos que, igualmente desde dentro de la fe, sostienen opiniones diversas en materias económicas, sociales o políticas que queden a la recta y libre opción de las personas.

Esto debería ser lo normal, en un cuerpo social sano. Pero también es cierto que hay situaciones que no pueden considerarse normales ni sanas, que hay sociedades con heridas profundas. Por ejemplo, cuando un Estado no reconoce y protege el derecho humano a la vida desde su inicio, o la indisolubilidad del matrimonio, o no hace posible el ejercicio práctico del derecho de los padres a la educación de los hijos y a la creación de escuelas que respondan a sus legítimas convicciones, o no tutela las condiciones de justicia y moralidad pública que requieren la dignidad humana y las libertades fundamentales..., entonces no sólo los cristianos sino todas las personas de recta conciencia han de coincidir en el objetivo de sanar esas heridas.

Con otras palabras, respetando la legítima diversidad de opciones personales, la aportación de los católicos, en la vida social y política, debe ser unánime en todos aquellos temas que pertenecen a la ley moral natural y que, por tanto, no pueden ser contradichos por las leyes humanas. Por eso, cuando un cristiano sostiene, por ejemplo, que jamás puede ser legal matar a un inocente, porque nunca es lícito, no está tratando de imponer a otros su fe, sino reclamando sencillamente lo que es humano.

Es, pues, justo promover la unanimidad de los católicos en torno a los derechos y deberes fundamentales de la persona humana, aunque militen en campos políticos distintos. Y no puede resultarnos extraño —lo extraño sería lo contrario— que la jerarquía de la Iglesia, en el ejercicio de su propia responsabilidad pastoral, intervenga públicamente, cuando las circunstancias lo requieran, para reclamar en determinados puntos una posición común (en cuanto a los objetivos o, más raramente, en cuanto a los medios) de los católicos.

14. La tentación del integrismo

¿Por qué mientras se difunden en el mundo, un poco en todas partes, integrismos y fundamentalismos religiosos, con graves consecuencias en el plano político, en el ámbito católico no se desarrollan fenómenos de este tipo? ¿Es un mérito de la Iglesia o un síntoma de debilidad?

Cualquier forma de fundamentalismo religioso-político tiende a imponer formas de organización política y de convivencia social de carácter absoluto e indiscutido, que prolongan las realidades sacras y las actitudes de fe hacia el terreno de lo opinable, desvirtuando así al mismo tiempo la imagen de lo sacro y de lo profano.

En la visión cristiana del hombre y de la sociedad no cabe el fundamentalismo religioso-político. No cabe porque no es compatible con el reconocimiento de la dignidad de la persona y con el profundo amor y respeto a la libertad de las conciencias, característicos de la doctrina cristiana, como enseña el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, Dignitatis humanæ...). Tampoco es compatible con la distinción entre naturaleza y gracia, entre realidades naturales y sobrenaturales, que se hallan fundidas en armoniosa unidad pero sin confusión en el hombre invitado por Dios a participar de su naturaleza y hecho hijo de Dios en Cristo.

La ausencia de un fundamentalismo que pueda apelarse a la doctrina católica es, pues, un mérito de la fidelidad de la Iglesia al Evangelio, es decir, a las enseñanzas que nos ha transmitido Jesucristo, Dios y Hombre verdadero en unidad de Persona sin confusión de naturalezas. El que es Maestro de la verdad —la Verdad misma— es también Maestro de libertad, de comprensión, de amistad, de convivencia, del dar «al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cfr. Mt 22, 21). A mi entender, otra de las más profundas lecciones que Jesucristo ha grabado en la memoria de la Iglesia acerca de la unidad sin confusión entre lo humano y lo divino, y del valor y autonomía de las cosas creadas, es la que nos ofrecen sus años de trabajo en Nazaret. Esa lección del Hijo de Dios encarnado que, como uno más, se muestra como buen trabajador y buen ciudadano, ejemplar cumplidor de la Ley y de las leyes, debe ser meditada con la máxima atención.

El cristiano se siente llamado a anunciar la salvación en Cristo, y a hacer presente el Reino de Cristo en medio del mundo, santificándolo y santificándose ahí. Los cristianos sabemos que se nos ha encomendado desarrollar sin desmayo la misión de salvación. Y sabemos que hemos de realizarla con actitudes abiertas al diálogo, con el más profundo respeto a la libertad de cada persona —comenzando por el respeto a la libertad religiosa— y al valor de la creación: en las antípodas, por tanto, de las concepciones fundamentalistas.

15. Cuando vuelva el hijo del hombre

El Cardenal Ratzinger ha escrito: «En la fase histórica presente, no se advierten movimientos de masa hacia la fe... Sería una perspectiva equivocada pensar que pueda producirse un cambio radical de la tendencia histórica, y que la fe llegara a ser un gran fenómeno de masa, un fenómeno que domine la historia». A la luz de esta reflexión, ¿cómo respondería a la pregunta de Lucas: «¿Cuando el Hijo del hombre vuelva, hallará fe sobre la tierra?

El mismo Señor ha prometido a los Apóstoles: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20); y a Pedro, en particular, le ha dicho: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Según estas palabras, podemos estar seguros de que la fe —en el sentido de depósito de verdades reveladas— siempre será fielmente custodiada en la Iglesia. Pero que el Señor, cuando venga al final de los tiempos, encuentre en los cristianos una fe, una adhesión a su doctrina, que sea viva y operante por la caridad, depende de cada uno de nosotros, de cómo sepamos corresponder a ese don de Dios y transmitirlo —hecho vida, no simple teoría— a otras muchas personas.

¿Y qué decir sobre la posibilidad de un acercamiento masivo a la fe? Los Evangelios relatan varias veces que las muchedumbres seguían a Jesús, atraídas por su figura y sus enseñanzas. Estas escenas se han repetido en la historia cada vez que un cristiano ha procurado identificarse con Cristo, dejando que su mensaje se manifieste en él, como San Pablo podía afirmar de sí mismo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20). Un cristiano así necesariamente atrae, arrastra: no él, sino Cristo por medio de él. Yo lo he visto muy de cerca hecho realidad en la vida del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que ha llevado miles de almas a Dios, procurando «ocultarse y desaparecer, para que sólo Jesús se luzca», como solía decir. Y lo estamos viendo en Juan Pablo II que, en los más diferentes países y para exigir, no para conceder, arrastra a las multitudes. Que se repitan hoy las escenas del Evangelio, que multitudes de hombres y de mujeres sigan a Cristo, depende de la gracia de Dios y de nuestra libertad, de nuestra unión con Él. Así lo ha declarado abiertamente el mismo Cristo: «El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15, 5). Si esto no sucede, no podemos echar la culpa a los tiempos que corren. «Vivamos bien, cristianamente, y los tiempos serán buenos. Nosotros somos los tiempos: tal como nosotros somos, así son los tiempos», decía S. Agustín (Sermo 80, 8). Y San Juan Crisóstomo afirmaba: «No habría un solo pagano si nosotros fuésemos verdaderamente cristianos» (Hom. in I Tim., 10, 3). Hay que animarse a buscar decididamente la santidad, la identificación con Jesucristo.

Romana, n. 29, Julio-Diciembre 1999, p. 246-257.

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