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Omelia nella Santa Messa celebrata al Santuario mariano di Nuestra Señora de los Angeles de Torreciudad, in Spagna, il 24-VIII-1988.

Gratias tibi, Deus, gratias tibi! Doy gracias de todo corazón a Dios Padre Omnipotente, a Dios Verbo Encarnado, a Dios Espíritu Santo: a la Trinidad Beatísima, que me ha permitido celebrar hoy la Santa Misa en este Santuario mariano, querido con tanto amor por nuestro Fundador, el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer.

¡Qué ilusión puso en estas edificaciones!: en el desarrollo del proyecto; en el magnífico retablo, que siguió muy de cerca desde el primer momento; en la urgencia con que impulsó la terminación de esta iglesia. Cuando faltaba sólo el retablo, le propusieron en el aeropuerto de Madrid —donde se encontraba de paso para América— que se cubriese el hueco con unos grandes cortinajes, dignos, y empezar a utilizar ya el santuario. Nuestro Padre respondió que no: la iglesia —explicó— está concebida en función del retablo, para que Nuestro Señor Sacramentado nos presida desde el óculo eucarístico y para venerar a la Santísima Virgen; por tanto, hay que terminarlo. Le dijeron que era cuestión de dos o tres años todavía, y el Padre, con la fortaleza y la fe que provienen de la unión con Dios, repuso: hay que acabarlo en pocos meses. Y en pocos meses se terminó. Gracias a la fe y a la fortaleza del Fundador del Opus Dei, al cabo de un año se inauguró este Santuario con la Misa de requiem por nuestro Padre, que mientras tanto había sido llamado al Cielo.

Ahora estamos aquí quienes hemos recibido la herencia de nuestro Fundador. Hijos míos, ¡qué poca cosa somos, y qué bueno es Nuestro Señor! Acabamos de leer un texto maravilloso de la vida de Jesucristo. El Señor se conmueve ante la multitud que le sigue y, con su Corazón Misericordioso y con su Omnipotencia, hace el milagro de multiplicar los panes y los peces para darles de comer. Con cinco panes y dos pececillos —¡nada!— sació a miles y miles de personas: cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños[1].

Fijaos qué bueno es Nuestro Señor: hizo esta maravilla para que esas gentes no se quedaran en ayunas durante poco tiempo: el tiempo que tardasen en volver a sus aldeas. Ahora vuelve a repetir ese milagro, pero de una manera mucho más sublime: convierte el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre. El mismo que nació del seno virginal de Santa María; el mismo que vivió en esta tierra e hizo milagros; el mismo que predicó una doctrina de paz y de amor, de unidad entre los hombres; el mismo que murió con una muerte afrentosa —muerte de Cruz— y resucitó, para abrirnos la puerta del Cielo, ese mismo Cristo se hace presente verdadera y realmente en nuestros altares.

La Santa Misa, lo sabéis bien, es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. El pan y el vino que ofrecemos se convertirán en el Cuerpo, en la Sangre, en el Alma y en la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús se da como alimento, no para saciar nuestra hambre durante un día o dos, sino como Pan vivo que baja del Cielo y dura hasta la vida eterna[2]. Hijos míos, ¡qué bueno es Dios, que hace este gran milagro para nosotros! Acrecentad vuestra fe, con la gracia de Dios, en el Santísimo Sacramento. Admirad la Bondad y la Omnipotencia de Dios. Amadle más, porque a Quien tanto nos ama hemos de devolverle amor por amor.

Pensad también que si Jesucristo, Señor Nuestro, realiza el milagro de convertir un trozo de pan en alimento divino para muchos, lleva a cabo también otro gran portento: convertir en enviados suyos a los hombres y a las mujeres a quienes El llama al apostolado. Quisiera que cada uno de nosotros pueda decir de sí mismo lo que nuestro Padre, a voz en grito, repetía ante millares de personas: "Señor, yo no soy nada, no valgo nada, no puedo nada, soy la nada; pero Tú lo puedes todo". Y así el Señor infundirá en nuestros corazones sentimientos de dolor, de contrición, de amor, que nos lleven a amarle por quienes no le aman, a desagraviarle por nuestros pecados y por los pecados de todo el mundo.

En esta vida hay que luchar. Contamos con la fuerza que nos da Dios. Y en esta pelea espiritual —que eso es la vida: ¡lucha!—, a veces venceremos y otras veces seremos derrotados. Normalmente, por la gracia de Dios, serán faltas de generosidad, que nos duelen porque amamos al Señor, y cuando hay amor ninguna cosa es pequeña; en otras ocasiones, por nuestra fragilidad, serán verdaderos pecados. En cualquier caso, no hemos de desanimarnos: Dios cuenta con nuestras miserias, y las aprovecha para que seamos humildes. Nuestra vida ha de ser como la de nuestro Fundador: un continuo recomenzar, una conversión constante, un procurar poner de nuestra parte todo lo que podamos, para ser dignos apóstoles de Jesucristo, que el resto —¡todo!— lo hará el Señor. Apóstoles que transmitan la fe, que infundan la esperanza, que inflamen en el amor de Dios a muchas criaturas, siendo instrumentos dóciles en Sus manos.

Luchemos, con la gracia de Dios, para ser apóstoles. Entonces podrás decir: Señor; yo, que estoy tan lleno de miserias, ¿puedo ser apóstol tuyo? Sí, hijo mío. Puedes ser apóstol de Jesucristo, porque El te llama y te da su fuerza, infundiéndote la fe, alimentándote con la esperanza y encendiéndote en su amor. Y como prenda de estas virtudes teologales, que derrama generosamente en nuestras almas mediante el Espíritu Santo[3], nos entrega su Cuerpo y su Sangre, alimento de caminantes, Pan de Vida eterna.

Algunos Santos Padres comentan que el alimento natural, cuando alguien lo toma, se convierte en la sustancia del que lo recibe. En cambio, cuando nos alimentamos con el Pan eucarístico, es nuestra alma y nuestro cuerpo, nuestro ser entero, el que se convierte en Cristo, identificándose poco a poco con El[4]. El Señor nos diviniza y, de este modo, nos hace dignos del amor gratuito que nos ha manifestado.

Hijos míos, acudamos al Señor para ser fuertes. En la pelea espiritual que hemos de sostener, a veces venceremos y a veces seremos vencidos. Pero todos hemos de luchar, llenos de esperanza. Nadie puede desertar de esta guerra interior, personal: en la vida del alma, quien no pelea es un vencido; en cambio, quien recomienza una vez y otra, gana siempre. En Roma, cerca del Puente Milvio, donde Constantino venció aquella batalla que señaló el fin de las persecuciones contra los cristianos y el principio de una nueva era para la Iglesia, hay una inscripción sobre un arco, que reza: Victores victuri, los que vencen serán vencedores. Hijo mío, hija mía: tú, a pesar de tus derrotas, si cada vez reanudas la pelea, con la ayuda de Dios te llamarás vencedor, vencedora. Al Señor le basta con esa buena voluntad nuestra, para darnos graciosamente la corona.

Fijaos en la diferencia que hay entre el espíritu de Cristo y el espíritu del mundo. En las batallas del mundo se dice vae victis!, ¡pobres de los vencidos!; para ellos es el deshonor, la infamia, la muerte. El espíritu cristiano, en cambio, nos asegura que podemos ser vencedores aunque seamos derrotados, si sabemos humillarnos y pedir perdón. Tenemos siempre la posibilidad de levantarnos para seguir peleando las batallas de Cristo: con el sacramento de la Confesión, con la Eucaristía, con la oración y las prácticas de piedad que entretejen la vida diaria de un buen cristiano. Con todo eso, el Señor nos hace soldados suyos, nos diviniza, y nos promete la victoria definitiva.

En este lugar sagrado de Torreciudad, nuestro Padre esperaba que la Santísima Virgen alcanzara de Dios muchos milagros espirituales. El Señor puede realizar el tipo de milagros que quiera, como es natural. Pero el Fundador del Opus Dei pedía milagros espirituales: la unidad y la paz de las familias, la conversión de gentes alejadas de Dios y de la Iglesia, de los sacramentos —quizá desde hace muchos años— que vuelven a empezar; la conversión de gente como vosotros y como yo, que procuramos seguir a Cristo de cerca pero necesitamos también convertirnos de nuevo, muchas veces cada día, para estar aún más cerca del Señor.

El mundo está muy revuelto. La Iglesia sigue pasando un periodo de prueba que ya va siendo largo. ¡Cuántas veces he oído a nuestro Padre clamar, haciendo su oración en voz alta: Señor, dígnate acortar este tiempo de prueba! Nosotros lo repetimos ahora: yo, con los labios; vosotros, con el corazón. ¡Señor, dígnate acortar este tiempo de prueba para la Iglesia! Haz que se ame al Papa en todas partes, que se le obedezca; haz que seamos cor unum et anima una, que todos los cristianos formemos un solo corazón y una sola alma[5]. Para conseguirlo, Dios quiere contar con vosotros y conmigo. Somos nada, y menos que nada. Pero el Señor, que realiza el milagro estupendo de saciar a una gran muchedumbre con unos pocos panes, puede convertirnos a nosotros en alimento para los demás, enseñándoles que somos hijos de Dios y llenándoles de alegría.

Acudo a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella quiere que se cumpla en todo la voluntad de su Hijo[6], y la voluntad de su Hijo es que seamos santos[7]. Que Santa María obtenga las gracias necesarias para que nuestra vida sea una conversión interior permanente, un milagro espiritual constante: cada día, un paso nuevo que nos acerque a Cristo, por medio del Corazón Dulcísimo de Nuestra Señora. Y así, cada día también, se renovará en nuestros corazones el afán de acercar muchas almas a Dios, cumpliendo nuestra misión de apóstoles de Jesucristo. Que Dios os bendiga.

[1] Cfr. Matth. 14, 21.

[2] Cfr. Ioann. 6, 58.

[3] Cfr. Rom. 5, 5.

[4] Cfr. San Agustín, Confessiones 7, 10.

[5] Cfr. Act. 4, 32.

[6] Cfr. Ioann. 2, 5.

[7] Cfr. 1 Thes. 4, 13.

Romana, n. 7, Luglio-Dicembre 1988, p. 276-278.

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