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Messaggio al II Congresso Panamericano sulla Famiglia e sull’Educazione celebrato a Toronto, Canada (6-IV-1996).

1. Ante la imposibilidad de desplazarme a Toronto para asistir a las sesiones del Congreso Panamericano sobre la Familia, como hubiera sido mi deseo, envío mi más cordial saludo a los organizadores y participantes, asegurándoles que en esos días estaré muy cerca de todos con mis oraciones.

El argumento que os disponéis a estudiar se hace eco de una preocupación, que cabría calificar como más especialmente sentida en el momento actual. Me refiero al renovado interés por los temas implicados en el concepto de justicia social, que en los últimos años, gracias a Dios, se está abriendo camino en la conciencia de muchas personas. Hemos de procurar que este interés se acreciente de modo que la humanidad se disponga a adentrarse en el tercer milenio de la Era Cristiana con la clara convicción de que es preciso elaborar —y sobre todo vivir— una cultura de la solidaridad, que en muchos aspectos adquiere modalidades nuevas respecto al pasado.

Se observa, ante todo, una creciente demanda de libertad personal, presupuesto indispensable para el verdadero desarrollo de los individuos y, por tanto, de las naciones. Esa demanda ha encontrado una de sus expresiones más significativas —como recordaba el Papa Juan Pablo II en su discurso ante la ONU, el pasado mes de octubre— en las revoluciones pacíficas de 1989, que han restituido la libertad a varios países de Europa, sometidos al yugo comunista durante muchos años. «En cada rincón de la tierra —decía el Santo Padre—, hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres»[1].

¿Cómo deberá ser esa nueva cultura, esa nueva civilización que puede determinar el rumbo de la humanidad al comienzo del tercer milenio? La respuesta es casi unánime: es preciso establecer un orden social fundado en la paz, en la justicia y en el respeto mutuo, que facilite una amplia colaboración de los ciudadanos entre sí para realizar los más variados proyectos comunes y promover nuevas y más adecuadas formas de solidaridad. En otras palabras: es preciso construir lo que el Magisterio de la Iglesia, desde Pablo VI, designa como “la civilización del amor”.

Se trata, ciertamente, de un proyecto que la humanidad se siente impulsada a perseguir en todo momento, pues en los corazones humanos está inscrita por Dios la inclinación a la solidaridad y el ansia de paz. Sin embargo, la realización de este objetivo se ha dejado con frecuencia en manos de los responsables de la cosa pública, como si fuese únicamente el Estado —con sus leyes y normas— el responsable de llevarlo a cabo. Hoy se afirma con razón —y es quizá el trazo más característico de la nueva sensibilidad que se está abriendo paso— que esta responsabilidad compete en primer lugar a los miembros de la sociedad. Corresponde primariamente a los individuos y a las sociedades menores la realización de esta tarea. Haber redescubierto el valor perenne del principio de subsidiariedad es uno de los principales logros de la sociedad civil en estos últimos años del siglo XX; pero resulta urgente tomar conciencia de que este objetivo ha de ser perseguido principalmente mediante el compromiso libre y responsable de los individuos. En otras palabras, la sociedad civil está llamada a asumir plenamente su responsabilidad primaria. Y esto será posible si nos esforzamos por despertar, en todos y en cada uno de sus miembros, la convicción cristiana de que gastarse en promover el bien de los demás constituye un bien para mí, pues la persona encuentra su mayor realización y plenitud en una donación por amor que sea reflejo de una auténtica comunión con Dios.

2. «La civilización del amor es posible, no es una utopía», habéis querido reafirmar, haciendo eco a la Carta de Juan Pablo II a las familias[2]. Este ideal será realizable si, como indica el Papa, se verifican dos condiciones fundamentales: el reconocimiento del nexo entre verdad y libertad, y la recuperación del concepto originario de familia como comunión de personas fundada sobre el matrimonio, uno e indisoluble.

La primera condición implica el reconocimiento social de la más profunda verdad sobre la persona humana, hecha por el Creador a su imagen y semejanza y llamada a participar en la vida divina con su respuesta libre a la llamada de Dios. No existe una libertad propiamente humana si se desconoce su ligamen constitutivo con la verdad, como claramente enseña Jesucristo en el Evangelio: veritas liberabit vos[3].

Esta afirmación constituye uno de los aspectos en que más insite el magisterio del Romano Pontífice, quien la ha expuesto repetidamente —de modo particular, en la encíclica Veritatis splendor— como base irrenunciable de la ética y de la moral. Frente a una concepción que otorga el mismo valor a cualquier manifestación de la libertad humana, independientemente de su relación con la verdad objetiva, es preciso insistir en la importancia de que la libertad humana pierde su sentido y su eficacia si se ejerce desvinculada de la más profunda verdad sobre el hombre. De dicha unión depende que el ser humano tenga una vida llena de contenido. Por eso, la defensa de la libertad no se puede calificar en términos de derechas, izquierdas o centro.

Como afirma el Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, la verdad «que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad» es ésta: «saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas la cosas»[4].

La doctrina cristiana enseña a la vez que cada hombre y cada mujer —cada ser humano, también el que aún no ha llegado a nacer, así como el que se encuentra en la fase terminal de su vida terrena— es fruto de un acto singular del amor de Dios, que ha querido a cada uno por sí mismo[5]. Ningún individuo humano resulta sustituible por otro: ni en el corazón de Dios, ni en sí mismo. Siendo «imagen y semejanza» de Dios, cada persona es irrepetible, destinataria inmediata de su amor paternal. Con palabras del Fundador del Opus Dei, podemos afirmar que «al crear las almas, Dios no se repite»[6]. Y esto lleva consigo una consecuencia que vosotros, padres y madre de familia, primeros y principales educadores de vuestros hijos, debéis tener siempre presente: «hay que tratar a cada uno según lo ha hecho Dios y según lo lleva Dios (...), hay que hacerse todo para todos. No existen panaceas. Es preciso educar, dedicar a cada alma el tiempo que necesite, con la paciencia de un monje del medioevo para miniar —hoja a hoja— un códice»[7].

Este carácter único e irrepetible de cada persona humana no hace de ella un ser aislado[8]. A este propósito, viene a mi memoria una bella metáfora que solía poner el Beato Josemaría. Afirmaba que las criaturas humanas, los hombres y las mujeres que pueblan este mundo nuestro, no son versos aislados, no son párrafos sueltos en la gran historia humana, sino versos del mismo poema épico, divino y, por tanto, provistos de un sentido y de una misión en el conjunto de la humanidad. Dios nos ha creado solidarios los unos con los otros. En la doctrina cristiana se afirma con gran fuerza que la imagen y semejanza divina presente en cada hombre y en cada mujer, que define nuestra verdad más íntima, refleja también de algún modo el misterio de la Santísima Trinidad por el que sabemos que Dios, en su vida íntima, no es soledad, sino familia. En este sentido, es muy significativo que el «hágase» que la Sagrada Escritura pone en boca de Dios en los primeros días de la creación (Gen 1, 3), sea sustituido —en el momento de dar la existencia a Adán y a Eva— por un «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gen. 1, 26). Y el Santo Padre, en su Carta a las familias, comenta que parece como si, antes de crear al hombre, «el Creador entrase dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el Nosotros divino»[9].

3. La sola consideración del nexo constitutivo entre verdad y libertad no expresa de modo exhaustivo las condiciones que deberán realizarse para hacer posible la «civilización del amor». Es necesario, además, tomar conciencia de que el hombre desarrolla su inclinación natural a la sociabilidad mediante el amor a Dios y a los demás hombres. Sólo después de un largo y a veces trabajoso proceso de educación al amor, llega efectivamente a convertirse en un ser auténticamente social; es decir, a percibir de forma habitual y eficaz el bien de los demás hombres y mujeres como un bien que es también suyo: como un bien común.

Aquí cobra particular relieve la sociedad doméstica. La familia es, en efecto, el lugar natural donde el recíproco sentimiento de afecto y comprensión lleva a que cada persona se vea aceptada y amada por lo que es, en el sentido más amplio y radical de este término: en su humanidad —que comparte con otros seres humanos— y, a la vez, en su condición de ser insustituible; en su espiritualidad y en su corporalidad; con sus capacidades y con sus límites; con sus virtudes y defectos... Querida así, amada y comprendida así, la persona se siente empujada —sobre todo durante la infancia, pero también en la madurez y a lo largo de toda la vida— a corresponder con igual afecto y amor: aprende primero a querer a los demás miembros de su familia y, poco a poco, si este afecto suyo tiene un fundamento verdaderamente inter-personal, se expandirá a todas las demás personas.

Todas las virtudes humanas y cívicas —el respeto mutuo, la capacidad de dialogar, la obediencia a la autoridad, la sobriedad y laboriosidad, etc.—, se generan a partir de este núcleo ético. La familia se nos presenta, por este motivo, como la célula básica de la sociedad o, mejor aún, como el alma de la «civilización del amor».

En esta línea, la doctrina cristiana nos enseña que el varón y la mujer («varón y mujer los creó»: Gen 1, 27), llamados en su complementariedad a constituir el núcleo de la comunidad familiar, son fruto del acto creador de Dios, inspirado en el misterio trinitario de la vida divina. «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gen 2, 24). Ha querido Dios que, a través de esta relación entre el hombre y la mujer, constitutiva de la más pequeña y primordial comunidad humana, llegase la verdad de su amor —que es, permitidme que insista, la verdad más profunda sobre la persona— a los hombres y mujeres de todos los tiempos[10].

Este progreso cultural indudable hacia la afirmación de la «civilización del amor», que observamos en los últimos años, se encuentra no pocas veces frenado, cuando no del todo desnaturalizado, por una concepción errónea de lo que se ha de entender por matrimonio y familia. «El matrimonio, que es la base de la institución familiar —ha recordado el Papa en la Carta a las familias—, está formado por la alianza por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole»[11]. En varios lugares de esa misma Carta, el Papa explica que sólo una comunidad familiar de este tipo responde a la vocación de la persona a la entrega de sí mismo, que realiza así plenamente su personalidad e identidad más profundas, a la vez que hace surgir en ella misma y en los demás el sentido de co-pertenencia; sólo una comunidad familiar con estas características es capaz de generar los presupuestos éticos y culturales que se requieren para construir una sociedad justa y una civilización del amor; en fin, sólo el matrimonio y la familia así entendidos merecen un reconocimiento pleno por parte de la sociedad[12].

A vosotros corresponde especialmente difundir, a todos los niveles, este concepto natural y cristiano del matrimonio y de la familia, el único capaz de devolver a la persona humana su dignidad originaria. Me vienen a la memoria unas palabras del Fundador del Opus Dei, que se aplican perfectamente a la labor que os corresponde realizar: «Eres, entre los tuyos —alma de apóstol—, la piedra caída en el lago. —Produce, con tu ejemplo y tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro... Cada vez más ancho. ¿Comprendes ahora la grandeza de tu misión?»[13].

Sé que la preocupación por ayudar a las demás familias os exige en ocasiones sacrificar buena parte de vuestro tiempo y energías, pero —conociendo el espíritu que os impulsa— os animo con segura conciencia a proseguir en esa tarea, que —como afirmaba Mons. Álvaro del Portillo, hijo fidelísimo y primer sucesor del Beato Josemaría— «no es dedicación que robáis a vuestra propia familia. Dios es más generoso que tú, que yo y que todos juntos..., ¡infinitamente más generoso! ¿Piensas que lo que haces por Dios Nuestro Señor no te lo pagará? Ese tiempo, que parece que robas a la vida familiar, lo estás poniendo en un banco que te da el doscientos por ciento de interés, en favor de tus hijos»[14].

Pido a la Sagrada Familia que, a través de la actividad que desarrollaréis en estos días, y siempre, contribuyáis eficazmente a poner a Cristo en la cumbre de esta realidad humana, básica y fundamental, que es la familia, condición necesaria para afianzar su reinado en la entera sociedad. Y os exhorto a invocar a la Virgen como Regina familiæ, ya que con Ella estamos más preparados, más atentos a las necesidades de todas las almas, y especialmente de quienes nos rodean.

Roma, 6 de abril 1996.

[1] Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 5-X-1995, n. 2.

[2] Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, 2-II-1994, n. 15.

[3] Jn 8, 32.

[4] Beato Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 26.

[5] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 24.

[6] Beato Josemaría Escrivá, Carta, 8-VIII-1956, n. 38.

[7] Ibid.

[8] Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, n. 9.

[9] Ibid., n. 6.

[10] Cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias Gratissimam sane, n. 6.

[11] Ibid, n. 17. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1601.

[12] Cfr. ibid., nn. 11, 13 y 17.

[13] Beato Josemaría Escrivá, Camino, n. 831.

[14] Mons. Álvaro del Portillo, Palabras en una reunión familiar, 14-XI-1987.

Romana, n. 22, Gennaio-Giugno 1996, p. 61-65.

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