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Omelia pronunciata durante la Santa Messa celebrata nel campus dell’Università di Navarra, con la partecipazione di professori, alunni e personale amministrativo dell’Università (29-I-1995).

Antes de formarte te escogí, antes de que nacieras te consagré, te nombré profeta de los gentiles[1]. Con estas palabras, el profeta Jeremías nos revela una verdad que nos llena de consuelo y, a la vez, de santo estupor: Dios nos busca; el Omnipotente, el Creador del universo ha pensado en cada uno de nosotros desde toda la eternidad, y nos ama con una ternura infinitamente superior a la que puedan sentir todas las madres de la tierra por sus hijos.

Comprenderéis que, a medida que os hago —y me hago— estas consideraciones, surja impetuoso en mi alma el recuerdo de aquellas dos amabilísimas y santas figuras de Pastor y de Padre, que todos nosotros conservamos grabadas en lo más hondo de nuestro corazón, y que tantas veces nos enseñaron a meditar estas realidades que dan sentido a nuestra vida: el Beato Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei, y el que fue su hijo más fiel, Mons. Álvaro del Portillo.

Antes de formarte te escogí, antes de que nacieras te consagré, te nombré profeta de los gentiles. ¡Cómo le conmovían al Beato Josemaría estas palabras; y en cuántas ocasiones nos hizo considerar que el Señor las dirige personalmente a cada uno de nosotros! El Concilio Vaticano II enseña que «desde su mismo origen, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe puramente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios que lo conserva. Y sólo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador»[2].

La luz de la fe nos permite contemplar de un modo nuevo a las criaturas. «Se han abierto los caminos divinos de la tierra», le gustaba repetir al Beato Josemaría, para expresar que podemos, y debemos, encontrar y tratar a Dios, como Padre, en todas las circunstancias y acontecimientos de nuestra vida, incluso en aquéllos que quizá no llegamos comprender, con la certeza de que —como nos enseña San Pablo— para los que aman a Dios todas las cosas son para bien[3].

Dios ha querido hacernos hijos suyos. El evangelista San Juan se llena de asombro —y nosotros con él— cuando escribe: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, ¡pues lo somos![4]. ¡Somos hijos de Dios! Esta afirmación no es una metáfora hermosa, ni una exageración de la piedad. No es una idea feliz, que se nos haya ocurrido. Es Jesucristo, el Hijo Unigénito de Dios, que se encarnó en las entrañas virginales de Santa María, quien nos ha enseñado a llamar a Dios, Padre nuestro. Por eso, llenos de alegría por ser hijos de Dios[5], nos atrevemos a decir[6] la oración que salió de sus labios.

Y cuando llega el dolor que la pobre inteligencia humana quizá no puede comprender, cuando nos sentimos miserables, cuando las cosas de este mundo parece que no tienen remedio, cuando vemos acercarse el momento de la muerte, tenemos el consuelo de saber que Dios no nos deja solos. Su Hijo Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ha querido padecer por nosotros, y con su muerte y resurrección, nos ha abierto el camino para vencer el pecado y la injusticia, el dolor y la muerte: «Si con Él morimos, viviremos con Él; si con Él sufrimos, reinaremos con Él»[7].

Hermanas mías y hermanos míos: hay muchas almas a nuestro alrededor que necesitan que les recordemos, o que les hagamos saber, esta maravillosa realidad que da razón de nuestra esperanza: ¡Cristo es nuestro Salvador! ¡Sólo Cristo puede dar cumplimiento a las ansias de verdad, de bien, de felicidad que anidan en el corazón humano! ¡Sólo Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida![8].

Nuestro Señor nos ha pedido que le ayudemos a difundir esta Buena Nueva: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio[9]. Los cristianos hemos sido escogidos como Jeremías[10] para ser apóstoles, es decir hombres y mujeres que enseñan, con su palabra y con su ejemplo, el camino, la verdad y la vida de Jesucristo. El don maravilloso de la fe nos convierte así, sin ningún mérito por nuestra parte, en sal de la tierra y luz del mundo. ¡Qué hermosa alabanza y, al mismo tiempo, qué exigencia encierran las palabras del Señor! Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo[11]. Tenemos la urgente obligación de prestar ese servicio a todos los hombres, porque el mundo necesita la luz de Cristo y la sal de su gracia salvadora.

Estamos llamados a ser sal y luz, cada uno en su ambiente. Y también esta querida Universidad de Navarra tiene que ser para nuestros tiempos —ya lo es— sal y luz. Permitidme que me detenga un poco en la consideración de este aspecto.

La misión propia de la Universidad es el cultivo de todos los saberes humanos, con la aspiración irrenunciable de la búsqueda de la verdad, contemplada en todas sus facetas.

La ciencia de la fe es necesaria para la armonía y la fecundidad de las disciplinas universitarias. Respetando la autonomía propia de cada saber, la luz de la fe es guía segura para la razón, asienta la confianza en la verdad, rescata la dignidad del hombre del incesante cambio de opiniones[12], y estimula el esfuerzo desinteresado en el servicio de la sociedad. Hoy más que nunca, resuenan proféticamente aquellas palabras que escribió el Beato Josemaría Escrivá en Camino: «Aconfesionalismo. Neutralidad. —Viejos mitos que intentan siempre remozarse.

»¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta?»[13].

De esta manera, sin interferir en los métodos propios de los demás campos del saber, la luz de la fe cristiana crea un marco de confianza en la razón humana, propicia una actitud de respeto a todas las realidades, especialmente al hombre, y proporciona un impulso moral para empeñarse desinteresadamente en la búsqueda y difusión de la verdad.

Hermanas y hermanos míos queridísimos: hace pocos instantes, en la Oración colecta de la Misa, hemos rogado a Dios todopoderoso y eterno que nos ayude a llevar una vida según su voluntad, para que podamos dar en abundancia frutos de buenas obras, en nombre de su Hijo predilecto. La consideración del influjo que la fe ha de tener sobre nuestro trabajo intelectual, no puede quedarse en un ejercicio teórico, sino que ha de manifestarse en la vida de cada uno de nosotros, y ha de traducirse en obras concretas.

Por eso, permitidme que os recuerde algunos deberes morales que competen de modo particular a quienes trabajan en quehaceres universitarios:

— el deber de encontrar y mostrar la armonía existente entre las verdades de la fe católica y las conclusiones científicas;

— el deber de elaborar una ciencia «cristiana»: es decir, un conocimiento que ayude a los hombres a conocer a Dios;

— el deber de contribuir personalmente al bien común, con la conciencia de la personal responsabilidad en la construcción de una sociedad que sea conforme a la verdad del Evangelio.

En este contexto, la Universidad es un gran motivo de esperanza. En su Carta Pastoral para preparar el jubileo del año 2000, el Santo Padre Juan Pablo II recuerda que «el futuro del mundo y de la Iglesia pertenece a las jóvenes generaciones que, nacidas en este siglo, serán maduras en el próximo»[14]. Estas generaciones ya están en las aulas universitarias. Sólo un empeño en hacer crecer y transmitir los saberes, las ciencias y la técnicas con una auténtica visión cristiana, permitirá responder a las necesidades de nuestros tiempos: construir un orden social más justo, un bienestar más equilibrado y mejor repartido, y un desarrollo integral de las personas.

No se nos oculta que en esta tarea desinteresada de difusión de la verdad encontraremos dificultades e incomprensiones. El Evangelio que hoy hemos leído nos recuerda las que encontró Jesucristo, Nuestro Señor. Nuestro Fundador supo mucho de dificultades e incomprensiones. También esta Universidad las ha conocido. El Señor cuenta con ellas para que nuestra disposición de servicio sea más auténtica, para que nuestras intenciones sean más limpias, y para que nuestra confianza en El sea más grande.

La Universidad es el conjunto de sus profesores, que cultivan todos los saberes, de sus alumnos, que se aplican con interés a la tarea de aprender, y de sus empleados que prestan con eficacia y competencia todos los servicios. La Universidad sois vosotros, unidos en la tarea común de encontrar y transmitir la verdad. No perdáis nunca de vista que la unidad, la colaboración y el apoyo mutuo son la esencia de la Universidad. La unidad de los saberes necesita la unidad de las personas. Si en todos los ámbitos de la vida se dice, con razón, que la «unión hace la fuerza», en el ámbito académico se podría afirmar, con más verdad, que la unión hace la Universidad.

En la segunda Lectura de este domingo, hemos leído el estupendo elogio que San Pablo hace de la caridad cristiana: El amor es paciente, afable; no tiene envidia; no presume, ni se engríe; no es mal educado ni egoísta, no se irrita; no guarda rencores, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites[15]. Esta caridad, que ha sido derramada en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado[16], es el mejor fermento de vuestra unidad.

Y para vivir siempre esta caridad, para que el espíritu que anima la Universidad de Navarra mantenga su prístina pureza, recordad siempre la enseñanza de aquella conversación del Beato Josemaría Escrivá con don Eduardo Ortiz de Landázuri: «Padre, decía don Eduardo, me pidió que viniera a Pamplona para hacer una Universidad, y ya está hecha...». Nuestro queridísimo Fundador le contestó: —«No te he pedido que hagas una Universidad, sino que te hagas santo haciendo una Universidad»[17].

Querría que no lo olvidásemos nunca: para llevar a cabo la misión que Dios nos ha confiado y dar cumplimiento a nuestra vocación, hemos de luchar para ser cristianos íntegros, con un deseo sincero de alcanzar la santidad en nuestro trabajo ordinario. Y para esto, es preciso acudir constantemente a las fuentes vivas de la gracia: a los sacramentos de Cristo; y en particular, al alimento divino de la Santísima Eucaristía, y al sacramento de la Reconciliación, que nos proporciona fortaleza e impulso para comportarnos como fieles discípulos del Maestro.

Pensemos en la ermita del campus, donde nuestro Fundador quiso dejar su corazón. ¡Bien sabía lo que hacía al dedicarla a Nuestra Madre del Amor Hermoso! A Ella le encomendó la santidad de vuestros amores, el calor humano y cristiano de vuestros hogares y, también, la unidad cordial, llena de caridad, de todos los que formáis parte de la Universidad de Navarra.

¡No olvidéis con qué sólidos cimientos espirituales está construida esta Universidad! No perdáis de vista la piedra angular de las construcciones de la fe, que es Cristo[18]. Y El dará fruto a nuestros trabajos, nos ayudará a superar todas las dificultades y realizará con creces nuestras ilusiones de servicio a Dios y a los hombres. Si somos fieles a Nuestro Señor, se seguirá cumpliendo, en la Universidad y en la vida de cada uno de nosotros, lo que tantas veces prometía nuestro santo Fundador: «¡Soñad y os quedaréis cortos!» Así sea.

[1] Jr 1, 5.19.

[2] Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 19.

[3] Rm 8, 28.

[4] 1 Jn 3, 1.

[5] Monición al Padre nuestro, 2, Misal Romano, Madrid 1989.

[6] Monición al Padre nuestro, 1, Misal Romano, Madrid 1989.

[7] Himno «Acuérdate de Jesucristo», Cantoral Litúrgico Nacional, 202, Madrid 1993; cfr. Rm 6,8.

[8] Cfr. Jn 14, 6.

[9] Mc 16, 15.

[10] Cfr. Jr 1, 5.

[11] Mt 5, 13-16.

[12] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et spes, n. 41.

[13] Camino, n. 353.

[14] Juan Pablo II, Litt. apost. Tertio Millennio Adveniente, 10-IX-1994, n. 58.

[15] 1 Cor 13, 4-7.

[16] Rm 5, 5.

[17] E. López-Escobar, P. Lozano, Eduardo Ortiz de Landázuri, el médico amigo, Ed. Palabra, Madrid 1994, p. 216.

[18] Cfr. Ef 2, 20.

Romana, n. 20, Gennaio-Giugno 1995, p. 140-144.

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