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Discorso pronunciato da Mons. Echevarría nell’atto accademico tenutosi all’Università di Navarra in memoria del precedente Gran Cancelliere, Mons. Álvaro del Portillo (28-I-1995).

Hace casi diecinueve años, el 12 de junio de 1976, recordábamos en este mismo lugar la figura, egregia y entrañable, del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad de Navarra, fallecido un año antes. Aquella ocasión inolvidable se hace de nuevo presente, cuando evocamos la eminente personalidad de Monseñor Álvaro del Portillo, a quien Dios llamó el pasado 23 de marzo, tras haber encarnado fielmente la continuidad de un impulso fundacional, que siempre estará vivo y operante en esta corporación académica.

Aquel 12 de junio, se respiraba en esta Aula Magna un ambiente a la vez solemne y familiar, sereno y conmovido. Monseñor Álvaro del Portillo, al final del acto académico, nos habló con voz cálida y pausada, en medio del profundo silencio que todos guardábamos: “el dolor de la separación material —nos decía— se entremezcla con la honda alegría que brota, tanto de la firme persuasión de que está gozando de Dios en el Cielo, como de la seguridad de que el Padre continúa desvelándose por nosotros, y ahora en un grado muchísimo mayor, con una eficacia aún más grande que cuando nos alentaba con su presencia física”[1].

Aquel acto revive hoy en esta Aula Magna, y puedo hacer mías esas palabras, aplicándolas a quien las pronunció entonces: a ese gran universitario que fue Álvaro del Portillo. Siempre fiel al espíritu del Beato Josemaría, se desvivió heroicamente por nosotros y —cabe afirmar— muy particularmente por la Universidad de Navarra. Estamos convencidos de que la profunda comunidad vital que unió en la tierra a estas dos extraordinarias figuras de nuestro tiempo es hoy incomparablemente más estrecha e íntima, cuando desde el Cielo nos bendicen, ante nuestro propósito de continuar recorriendo el camino que nos abrieron con su trabajo santificado y con sus enseñanzas.

Ha transcurrido ya casi un año desde que, en mitad de una noche romana, Monseñor Álvaro del Portillo entregó su alma a Dios, fortalecido por los auxilios sacramentales que tanto amó y deseó, y rodeado por el cariño y el dolor de sus hijos. El recuerdo de esos momentos está grabado a fuego en mi mente, de manera que nunca puedo evocarlos sin experimentar una emoción profunda. En las horas que siguieron a aquella inolvidable madrugada del 23 de marzo, venía —también ahora— con fuerza a mi corazón y a mis labios una palabra: fidelidad.

Fidelidad: éste es sin duda el mejor resumen de la vida de Álvaro del Portillo, y la explicación más cabal de la honda huella que ha dejado en la Iglesia, en el Opus Dei y, por tanto, en la Universidad de Navarra. Fue siempre un hombre fiel hasta el heroísmo: fiel a Cristo, fiel a la Iglesia, fiel al soplo del Espíritu, fiel a la misión apostólica que el Beato Josemaría le transmitió. Puso sin reservas al servicio del gran ideal cristiano todas sus dotes humanas: gran profundidad intelectual, prestigio científico y personal, bondad y sencillez de ánimo y capacidad de trabajo. Fue tan leal, que sus pisadas se han hecho camino andadero para nosotros, aquí, en la Universidad de Navarra, y en tantas otras iniciativas educativas y asistenciales que, en los cinco continentes, pretenden realizar un servicio a la Iglesia de Cristo y a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Universidad y servicio a la verdad de Cristo

Desde su juventud, cuando Dios se cruzó en su alma con esta llamada a la santificación, en el trabajo profesional y en el cumplimiento de los deberes ordinarios del cristiano, que es el Opus Dei, la respuesta de Monseñor Álvaro del Portillo ha estado siempre unida a la institución universitaria. Durante sus diecinueve años como Gran Canciller, su penetrante actividad intelectual y su prudente labor de gobierno han dejado, también en este campo, una honda impronta de santidad y fidelidad. Permitidme que cite de nuevo sus palabras, en otro acto académico de homenaje al Fundador de la Universidad, con ocasión del décimo aniversario de su tránsito al Cielo: “Como sucesor suyo en la suprema dirección de esta Alma Mater, mis esfuerzos tienden a un solo objetivo: fortalecer, impulsar, hacer que se sigan llevando a la práctica todos los ideales que Monseñor Escrivá de Balaguer fomentaba en vosotros. No tengo otro mensaje que ofreceros, sino el de nuestro queridísimo Fundador, que deseaba hacer, de esta Universidad de Navarra, un foco cultural de primer orden al servicio de nuestra Madre la Iglesia”[2].

El Beato Josemaría quiso que la Universidad de Navarra participara audazmente —por medio de una docencia de altura y de una investigación avanzada— en los grandes debates intelectuales de nuestro tiempo, a los que el mensaje cristiano tiene una decisiva palabra que aportar. Don Álvaro prosiguió con fidelidad el cumplimiento de este objetivo, a pesar de la escasez de medios materiales y de que no faltaran ocasionalmente las dificultades externas. En estos diecinueve años, bajo su impulso directo y al hilo del espíritu del Beato Josemaría, la Universidad de Navarra ha crecido mucho: en Centros académicos, en número de profesores y alumnos, en edificios, en instalaciones y recursos técnicos. Pero sobre todo ha seguido creciendo en la calidad de su vida intelectual y en la internacionalidad de su influjo, en madurez científica y en eficacia, al servicio de la Iglesia y de la sociedad. Hemos podido comprobar, en estos años, la lucidez y la fortaleza de las orientaciones de quien fue su segundo Gran Canciller; orientaciones que eran fruto de la fuerza de un hombre lleno de Dios, atento a los interrogantes que se plantean las personas de nuestro tiempo; y hemos tocado también su amplitud de miras; su generosidad; su clarividencia para asegurar que nuestra Universidad elevara su vuelo por encima de los intereses particulares o de las preocupaciones circunstanciales.

¡Me vienen a la memoria tantos recuerdos de don Álvaro relacionados con la Universidad de Navarra! Me emociona evocar ahora sus últimas palabras como Gran Canciller de la Universidad, hace justamente un año, cuando presidía la colación de doctorados honoris causa a siete ilustres personalidades de distintos países y disciplinas científicas: “Un acto académico como el que hoy nos reúne —decía—, además de motivo de acción de gracias a Dios, es también un acicate para proseguir, con ilusión y vigor, la misión universitaria que la sociedad contemporánea espera de vosotros. De esta forma, el amor a la libertad, el respeto a la dignidad de cada persona y el afán de cooperación creativa, que impregnan desde sus inicios toda la vida de la Universidad de Navarra, configurarán con la ayuda de Santa María, Madre del Amor Hermoso, y con la intercesión de nuestro Fundador, un servicio renovado a la Iglesia y a la humanidad entera”.[3]

Deseo ahora renovaros esa invitación a proseguir, con ilusión y vigor, vuestra labor universitaria, para crear y difundir una cultura a la medida de la dignidad humana, al servicio de todos los hombres y mujeres sin discriminación alguna. El diálogo interdisciplinar os permitirá superar la angostura de una excesiva especialización, y os empujará a abordar las grandes cuestiones que la humanidad tiene planteadas en este fin de siglo. El trabajo en equipo multiplicará la eficacia de todos. Y para que vuestra tarea se vea coronada de fruto, buscad la verdad con libertad y seguidla sin concesiones, amadla como un tesoro cuyo esplendor se desvela ante el asombro de quien la contempla.

La universidad es —lo conocéis bien, porque procuráis vivirlo— lugar donde se cultiva libremente la ciencia, donde se abren caminos nuevos al saber, donde se forman y acrisolan nuevas generaciones de ciudadanos, de científicos y de profesionales. Todas estas nobilísimas facetas reposan en la actitud básica del universitario que antes mencionaba: el amor a la verdad. A la verdad plena —dejadme que insista—, sin reducciones provocadas por prejuicios, cobardías o componendas. La universidad tiende a la verdad y vive para la verdad: tal es su onus et honor, su fatiga y su gloria.

Para que vuestro afán de servicio universitario sea cada vez más eficaz, os sugiero que meditéis con frecuencia las palabras de don Álvaro como Gran Canciller, siempre paternales y rebosantes de amor a Dios y a las almas. El 7 de septiembre de 1991, durante la Santa Misa en el Polideportivo de la Universidad, nos recordaba las enseñanzas del Beato Josemaría en aquella homilía pronunciada al aire libre de nuestro campus universitario, venticuatro años antes, y nos decía: “La universidad ha de ser el lugar donde todos los saberes confluyan en servicio de la persona y, por tanto, de la sociedad. La luz de la Revelación, plenamente aceptada mediante la fe, no elimina ni disminuye la legítima autonomía de cada una de las ciencias; les confiere, por el contrario, algo que no alcanzan por sí solas: la capacidad de cumplir acabadamente con su más profundo sentido de servicio a la humanidad”[4].

La tradición universitaria nos muestra que esta síntesis es posible y fecunda: que la inteligencia humana —abierta a la verdad— y la fe cristiana —como luz que desvela al hombre su plena dignidad de hijo de Dios— confluyen en el esforzado trabajo de quienes aspiran a promover los avances nobles de las fronteras del saber, para construir un mundo más humano y más justo. Ese ideal de servicio llevó al Beato Josemaría a fundar esta Universidad hace ya casi cincuenta años. Recogiendo ese mismo ideal, desarrolló su actuación Monseñor Álvaro del Portillo durante sus diecinueve años como Gran Canciller. A ese ideal, hecho vida por las dos grandes figuras de la inteligencia y del espíritu que me han precedido —contando con su ayuda desde el Cielo—, quiero ajustar mi propia actuación, porque estoy firmemente convencido de que esa profunda inspiración sapiencial y cristiana, que se halla en la raíz misma de esta institución universitaria, es la mejor garantía para que la Universidad continúe siendo un fértil semillero de ideas renovadoras y de personalidades maduras, en la difícil y fascinadora encrucijada histórica de los albores del tercer milenio.

De este modo, contribuirá también —y de manera muy relevante— en la apasionante labor de recristianización, que siempre movió al Fundador de esta Alma Mater y a la que nos impulsa ahora con insistencia el Romano Pontífice. “Se impone —recordaba el Santo Padre recientemente— la urgente tarea de ofrecer nuevamente a los hombres y mujeres de Europa el mensaje liberador del Evangelio. Además, —continuaba— se repite en el mundo la situación del Areópago de Atenas, donde habló san Pablo. Hoy son muchos los “areópagos”, y bastante diversos: son los grandes campos de la civilización contemporánea y de la cultura, de la política y de la economía”[5]. Y en este apostolado, del que ninguno puede considerarse eximido, corresponde un papel especial a quienes ejercen la profesión docente.

Servicio a la verdad y santidad de vida

En la mencionada homilía de 1991, Monseñor del Portillo continuaba: “Porque amamos al mundo, deseamos y nos empeñamos seriamente en que Cristo reine sobre todas las cosas. Regnare Christum volumus!: esta ardiente aspiración de nuestro Fundador, que —como sabéis— he asumido como lema de mi escudo episcopal, ha de ser verdaderamente nuestra. Y, para esto, hemos de procurar que Cristo reine, ante todo, en nuestras almas: cada uno en la suya”[6].

Con la perspectiva completa de la vida de Mons. Álvaro del Portillo, ¡qué claro queda ante nosotros que su lema episcopal no fue sólo una frase, sino un propósito hondamente sentido, hasta resumir por entero su personalidad y su actividad! Ese fue su único afán desde que, joven estudiante de ingeniería, respondió con prontitud y generosidad a la llamada de Dios: servir a Cristo y llevar su reinado de paz y comprensión a todas las tareas honradas de los hombres, a todos los entramados de la sociedad y de la historia. Tal fue el sentido de su posterior ministerio sacerdotal, vivido siempre a la vera del Beato Josemaría. Ese fue el contenido de su tarea pastoral como Padre, Prelado y Obispo, al frente del Opus Dei. Y no fue otra la inspiración última en su labor como Gran Canciller de esta Universidad.

Pero don Álvaro no refería sólo a sí mismo ese lema: Regnare Christum volumus!, pues es propio de todos los cristianos; por eso, lo aplicaba también a nosotros, que, unidos por la fe, formamos parte de la comunidad universitaria: “Vuestra misión humana y cristiana, hoy y aquí —nos decía—, es que os hagáis santos haciendo la universidad: en unidad de vida”. Y añadía: “Muy grande es la misión y muy alta es la meta a la que el Señor nos llama: identificarnos con Cristo y hacer que Él reine en el mundo, para el bien y la felicidad de nuestros hermanos los hombres”[7].

La razón de ser de la universidad, la fuente de su influjo y la fuerza que explica su pervivencia a lo largo de los siglos, es el desarrollo de la cultura, precisamente en la unidad de los saberes, en la ordenación de la inteligencia humana a la verdad y en el espíritu de cooperación, para servicio de los hombres. Definen al verdadero científico la permanente dedicación a una investigación seria y objetiva, el diálogo libre y abierto, la recta capacidad crítica, el tesón y la inventiva en la experimentación y en el estudio, y la disposición generosa para comunicar a los demás el saber ya alcanzado. Monseñor Álvaro del Portillo lo conocía por propia experiencia y lo testimonió en numerosas ocasiones, dejando constancia de que la dedicación a la tarea científica y académica ha de estar acompañada de una conducta digna, noble, limpia y esforzada, por exigencia del propio ideal académico, ya que el amor a la verdad, si es auténtico, repercute en todos los ámbitos del vivir, del pensar y del sentir.

Forma parte esencial del mensaje espiritual del Opus Dei la afirmación de la unidad de vida, la conciencia de que el hombre no puede estar dividido, roto en sectores, internamente desgarrado. Nuestro Fundador lo proclamó con verdadera originalidad y con profunda incisividad, desde los mismos inicios de su fecunda actividad pastoral. Y entendía la institución universitaria como un ámbito en el que continuamente se renueva la armonía de los saberes y se forman de modo enterizo las personalidades jóvenes. Álvaro del Portillo se hizo eco fiel, con su comportamiento y con sus palabras, de esa doctrina del Beato Josemaría y la reflejó en sus enseñanzas sobre la tarea universitaria. Unidad de vida: coherencia entre la razón y la fe, entre la dedicación a las tareas profesionales y el amor a Cristo, que se hace difusivo, se transmite a los demás, y acaba por informarlo todo. Este es el ideal que Monseñor Álvaro del Portillo nos recordaba en aquella homilía en el Polideportivo hace cuatro años.

Servicio a la humanidad y a la Iglesia

Quisiera glosar, por último, otra importante intervención académica de Monseñor del Portillo en nuestra Universidad: su conferencia de clausura en el XIII Simposio Internacional de Teología, pronunciada el 20 de abril de 1990, en la que habló —tomando como hilo conductor la figura sacerdotal del Beato Josemaría— sobre el sacerdocio en la Iglesia, un tema al que había contribuido decisivamente antes, durante y después del Concilio Vaticano II. Nos decía: “La nueva evangelización depende, de manera esencial, de que haya ministros que dispensen generosamente —con hambre de santidad propia y ajena— la palabra de Dios y los sacramentos, hombres formados por la Iglesia, que sienten siempre con la Iglesia, para ser, al ciento por ciento, sacerdotes a la medida de la donación de Cristo”[8].

¿No os parece que estas palabras constituyen una magnífica síntesis de sus cincuenta años de sacerdocio? La presencia del Santo Padre recogido en oración ante sus restos mortales, y el testimonio unánime de tantos hermanos suyos en el episcopado, han supuesto la confirmación final de algo que todos los fieles de la Prelatura sabíamos bien: sentir con don Álvaro era realmente sentire cum Ecclesia; trabajar unidos a él era trabajar unidos a la Iglesia, al Romano Pontífice, a los Obispos, a todo el Pueblo de Dios. Su hacer cotidiano ha sido una entrega incondicionada a la Iglesia de Jesucristo: con un servicio directo y eficaz, culminado en los fecundos años en que ha estado al frente del Opus Dei.

Monseñor del Portillo pasó en Tierra Santa sus últimos días, en una peregrinación de fe y oración en la que tuve la inmensa alegría de acompañarle. Recuerdo con viveza la conmoción interior con que se acercaba a los lugares por donde caminó Jesús, el sentimiento con que besaba y tocaba sus huellas terrenas, el profundo recogimiento con que se retiraba en oración o se disponía a celebrar el Sacrificio eucarístico. Viene especialmente a mi memoria su última Misa, particularmente metido en Dios, unido a Cristo, sintiéndose Cristo mismo ante el altar en el que actualizaba como sacerdote el sacrificio de la Cruz. No puedo olvidar las imágenes intensas de ese tiempo en la iglesia del Cenáculo, junto al lugar donde Jesús, rodeado de sus Apóstoles, instituyó la Eucaristía.

Podría añadir muchos otros recuerdos, pero prefiero limitarme a evocar esa escena en la que se concreta la vida terrena de don Álvaro. Porque ahí encontramos un testimonio singularísimo de fe cristiana y de unión con Cristo y con su Iglesia: de ahí brotaba su anhelo por servir a todos. En efecto, el trato con Cristo es aprender a tener un corazón grande, universal, católico, y tan necesario para un universitario cabal, es decir, para un hombre o una mujer que siente a fondo los ideales de verdad y de unidad, que hacen de la institución universitaria forja de personas animadas por el deseo de contribuir a la efectiva fraternidad del género humano.

Don Álvaro nos abrió su corazón, refiriéndose al Beato Josemaría, durante el acto in memoriam del Fundador de la Universidad, al decirnos: “Para mí sería imposible no hacer patente tanto mi amor filial, mi inmenso reconocimiento, como evitar que se manifieste el poso divino que su vida ha metido en mi alma. No sé —y lo digo con orgullo— hablar de Monseñor Escrivá de Balaguer sin que la veneración y el afecto más hondos reflejen, en mis conversaciones, el amor de su hijo, a quien la misericordia providente de Nuestro Dios ha querido situar durante tantos años a su lado, otorgándome el don precioso de conocerle, de escucharle, de sentir su inmenso cariño y sus desvelos de buen pastor. Pero, sobre todo, agradezco haber sido —¡quisiera el Señor que con mucho provecho para mi alma!— habitual testigo de su santidad, del amor apasionado y heroico por las cosas de Dios, que, de manera firme y asidua, ha animado toda su existencia en un continuo crescendo[9].

Los mismos sentimientos de agradecimiento al Señor brotan ahora de mi alma, con conciencia de haber pasado la mayor parte de mi vida junto a dos extraordinarias personalidades humanas y cristianas: el Beato Josemaría y su primer sucesor. Estoy seguro de que todos los miembros de la comunidad universitaria compartís esos sentimientos de admiración y gratitud, porque también estáis convencidos de que la Universidad de Navarra ha recibido del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer su fundamento y su legado, fielmente acogido e impulsado por Monseñor Álvaro del Portillo. Acudo en este momento a su intercesión ante Dios, para que vosotros y yo sepamos acoger el ejemplo que nos han dado de humanidad y de fe cristiana. Todos —autoridades académicas, profesores, empleados y alumnos—, hemos recibido la valiosa herencia de esas dos grandes personalidades que el Señor ha querido poner al frente de la Universidad de Navarra en los años iniciales de su historia. Ahora nos queda la responsabilidad de corresponder con el ejercicio agradecido y generoso de un trabajo universitario, acabado hasta el último detalle. Estoy seguro de que comprenderéis que sienta de manera especialmente honda tal responsabilidad, y no os extrañará que, incluso en este solemne acto académico, me reconozca necesitado de vuestras oraciones, para poder ser un digno sucesor, también como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, del Beato Josemaría y de don Álvaro.

[1] “Instrumento de Dios”, Discurso del 26-VI-1976, en Una vida para Dios, Madrid 1992, p. 18.

[2] “Responsabilidad de la institución universitaria”, Discurso del 26-VI-1985, en Una vida para Dios, p. 62.

[3] Discurso del 29-I-1994, en Scripta Theologica 26 (1994) p. 400.

[4] Homilía, 7-IX-l991, en Romana 13 (1991) p. 261.

[5] Carta apost. Tertio Millennio Adveniente, 10-XI-1994, n. 57.

[6] Homilía, 7-IX-l991, en Romana 13 (1991) p. 260.

[7] Homilía, 7-IX-1991, en Romana 13 (1991) p. 262.

[8] Discurso “Sacerdotes para una nueva evangelización”, en Romana 10 (1990) p. 88.

[9] “Instrumento de Dios”, en Una vida para Dios, cit., p. 18.

Romana, n. 20, Gennaio-Giugno 1995, p. 157-163.

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