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Discorso pronunciato da Mons. Alvaro del Portillo in occasione dell'omaggio popolare al Beato Josemaría Escrivá, tenutosi a Barbastro, città natale del Fondatore dell'Opus Dei, il 3-IX-1992.

Constituye para mí una gran alegría estar hoy aquí, en Barbastro, y asistir al homenaje que la ciudad ha querido rendir a su hijo predilecto el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que fue elevado al honor de los altares el pasado 17 de mayo por Su Santidad el Papa Juan Pablo II. Sé que muchos barbastrenses estuvisteis presentes en aquella impresionante ceremonia de la Plaza de San Pedro, que tan amplia conmoción produjo en el mundo, y tuve la posibilidad de saludar entonces a algunos de vosotros. Pero mi deseo era venir aquí, a devolveros la visita —aunque yo no me considero en visita, sino en familia—, y vosotros me habéis deparado la ocasión, con este acto que celebráis en honor del Beato Josemaría. Os lo agradezco de todo corazón, como hijo del Fundador y, además, ahora como Obispo Prelado de la Prelatura del Opus Dei.

Habéis querido honrar de modo público y solemne al Fundador de la Obra, y yo debo deciros que me adhiero plenamente a esta muestra de afecto hacia quien os ha llevado de continuo en el corazón, porque considero que se trata de un acto de justicia. Amor con amor se paga, dice la sabiduría del pueblo, y yo puedo aseguraros que este afecto que demostráis —y que habéis demostrado siempre— al Beato Josemaría es en verdad amor de correspondencia; es la respuesta cordial al gran afecto que Mons. Escrivá de Balaguer tuvo constantemente por su ciudad natal y todos vosotros, sus paisanos muy queridos. Barbastro lo sabía, y por esa razón, ya en 1947, el Ayuntamiento nombró a Josemaría Escrivá hijo predilecto, y en 1974 le concedió la medalla de oro de su amadísima ciudad. Pienso que fueron unas distinciones bien merecidas, no sólo por la dimensión universal de su figura y de su labor apostólica, sino también por el empeño que, como barbastrense, puso sin interrupción en la defensa de vuestros intereses más legítimos: en la salvaguarda de vuestro patrimonio tradicional, herencia del pasado, incluida la venerable Sede episcopal de San Ramón; y en la promoción, de cara al mañana, de su futuro mejor, mediante el progreso espiritual y material de esta tierra y de sus gentes. Sí, hicisteis bien en agradecer estos desvelos, porque eran dignos de vuestro público reconocimiento.

Pero yo, que por la bondad de Dios he vivido durante cuarenta años muy cerca del Beato Josemaría, deseo deciros algo más, aquí y en una ocasión tan señalada como ésta. El Fundador del Opus Dei nació en Barbastro, y en esta ciudad tuvo sus raíces familiares. Como todos sabéis, las circunstancias de la vida le obligaron pronto a marchar de esta tierra, que era tan suya, como claramente lo delataban incluso su acento y su modo de hablar hasta el final de su vida. No había cumplido todavía los catorce años, cuando sus padres tuvieron que trasladarse con los hijos a Logroño. Luego, tres ciudades iban a ser sucesivamente marco habitual de su existencia: primero Zaragoza, donde recibió la ordenación sacerdotal y cursó la carrera de Leyes; después Madrid, donde vio la misión de hacer el Opus Dei, que el Señor le confiaba; y finalmente Roma, donde permaneció casi treinta años junto al corazón de la Iglesia universal, a la vera del Vicario de Cristo, y a la sombra de la cúpula de San Pedro. Pues bien, os lo puedo asegurar, este reiterado cambio de los horizontes y de las circunstancias ambientales de su vida nunca consiguió borrar —y ni tan siquiera amortiguar— en el Beato Josemaría el recuerdo de Barbastro y de su gente.

Este recuerdo, este afecto cordial, estuvo siempre presente en la vida cotidiana del Beato. Muchos de vosotros pudisteis experimentarlo personalmente, pues sabéis que la condición de barbastrense era un buen título de presentación para visitarle, o dirigirle una carta que siempre tenía respuesta. Y si leéis sus escritos, ¡cuántos recuerdos afloran ahí de los años de su niñez y juventud, de los tiempos vividos aquí! Las anécdotas de sus travesuras infantiles en la casa de los Escrivá, situada en la esquina de la calle Mayor con la plaza; las alegrías de niño, y también las penas, al ver morir una tras otra a tres de sus hermanas; la misma ansiedad de su madre, que al saberle desahuciado por los médicos, le había ofrecido a la Virgen de Torreciudad. Sin olvidar sus tiempos en el Colegio de las Escuelas Pías, su primera Confesión y su Primera Comunión, y su agradecimiento a aquel buen religioso que le enseñó la oración de la Comunión espiritual.

Pero yo deseo llamar también vuestra atención sobre algo que no sé si habéis advertido. El Beato Josemaría leía el Evangelio y lo comentaba con una fuerza y un estilo incomparables. Lo leía —y lo enseñaba a leer—, no como una historia de hace dos mil años, sino como un relato actualísimo, e invitaba al lector a hacerse actor y protagonista de cada escena: contemporáneo de Jesucristo vivo, «¡Jesucristo ayer y hoy y siempre!» (cfr. Camino, n. 584), como recordaba en Camino con palabras de San Pablo. Y me interesa traer a vuestra consideración, por si no hubierais caído en la cuenta, que el Beato Josemaría, al comentar algunas parábolas evangélicas, las relacionaba con innumerables sucesos de su infancia, mantenidos intactos durante toda su vida, y encuadraba esas parábolas en el contexto, tan familiar y querido, de esta tierra suya de Barbastro.

El Buen Pastor del Evangelio traía a la mente del Fundador del Opus Dei los pastores del Somontano, que recorrían en lo más crudo del invierno las cañadas cubiertas de hielo y nieve: aquellos pastores que caminaban en compañía de su borrico de carga y los perros fidelísimos; aquellos hombres de apariencia dura pero de corazón grande, capaces de cargar con ternura en sus brazos la pequeña oveja recién nacida, o aquella otra que se había roto una pata —descalabrada, decís aquí— y que no podía seguir al rebaño. La parábola de la levadura, una de las que anuncian el desarrollo del Reino de Dios en el mundo, es otra estampa evangélica que el Beato Josemaría gustaba también enmarcar en el ambiente de estas comarcas del Alto Aragón. La parábola le hacía evocar la escena de la fabricación del pan en los hornos caseros de su infancia, aquella operación, con visos de ceremonia, que recordaba en todos sus detalles y que culminaba cuando recibía un panecillo con forma de gallo, como primicia de la nueva hornada de pan crujiente y lleno de ojos. ¿Imagináis cuán metida en el corazón llevaba esta tierra el Fundador del Opus Dei, que su paisaje y sus costumbres le servían como escenario ideal para su contemplación evangélica, y para su labor sacerdotal hasta sus ultimos días?

Aunque es hora ya de terminar, permitidme entreteneros todavía unos instantes recordando la jornada del 25 de mayo de 1975, vivida también en esta ciudad, y que está impresa de modo imborrable en mi memoria. Hacía sesenta años que Josemaría Escrivá de Balaguer no había pasado unas horas en Barbastro, rodeado del cariño de los suyos. Considerando ahora aquel acontecimiento con perspectiva histórica, ¿quién podrá dudar de que fue la Providencia divina la que encaminó sus pasos hasta aquí, en el que estaba destinado a ser su último viaje en la tierra? Dispuso el Señor, en su infinita bondad, que viese con sus ojos terrenos, prácticamente terminado, el Santuario de Torreciudad, aquella última locura suya, que fue un homenaje filial a la Santísima Virgen, bajo una advocación que tanto había significado para su persona desde los albores de su caminar entre los hombres. Contempló gozoso el retablo y consagró el altar mayor, no sin que, como tantas otras veces, su gozo se viera marcado por el resello de la Cruz, por la dolorosa noticia de la muerte de un hijo al que, como a los demás, amaba con todas sus entrañas. La imposición de la Medalla de Oro de Barbastro, que la corporación municipal le había otorgado, fue la feliz circunstancia que le hizo retornar a su ciudad, de donde saliera siendo todavía un muchacho. Las últimas palabras, que improvisó tras el final de su discurso, releídas hoy, al cabo de los años, aparecen a nuestra conciencia repletas de un sentido que, cuando las pronunció, éramos incapaces de discernir. «Yo —dijo entonces— renuevo mi propósito, con la gracia de Dios, de venir despacio a Barbastro, a charlar con cada uno de vosotros en la intimidad del alma, a hablar de Dios para que veáis cómo El os quiere, y yo os quiero; y para que me ayudéis a ser bueno y fiel. ¡Gracias!».

Al mes y un día de pronunciar estas frases de despedida, el Señor llamó a la Gloria a su siervo bueno y fiel. Yo pienso que ahora estará —¡está!, no me cabe la menor duda— cumpliendo su propósito de venir despacio a Barbastro, para hablar en la intimidad del alma con sus paisanos. Yo estoy convencido de que este homenaje que le habéis rendido obligará al Beato Josemaría a interesarse todavía más por su tierra; a erigirse en especial intercesor cerca de Dios de cuanto pueda contribuir a la mejor suerte de esta ciudad, al bienestar temporal y, sobre todo, a la felicidad eterna de cada uno de sus hijos.

Muchas gracias.

Romana, n. 15, Luglio-Dicembre 1992, p. 251-254.

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