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Un recente libro del Prof. Mariano Artigas, Decano della Facoltá ecclesiastica di Filosofía dell'Università di Navara,

El 21 de junio de 1989, la Universidad de Navarra celebró una ceremonia en la que se concedió el doctorado honoris causa a seis personalidades españolas y de otros países. En su discurso como Gran Canciller de la Universidad, usted aludió a algunos graves problemas que se plantean a la humanidad en nuestra época. ¿Podría sintetizar cómo contempla esos problemas?

La humanidad atraviesa en estos tiempos una difícil encrucijada de su historia: motivos de optimismo se unen con razones que justifican la perplejidad e incluso el temor. Zonas enteras de nuestro planeta padecen el flagelo de un subdesarrollo material, que dificulta a los hombres y a las mujeres de esos pueblos el vivir su destino en la tierra como hijos del Creador. En el extremo contrario de la escala social, otros países son protagonistas de un impresionante crecimiento científico y tecnológico, que les conduce a una rápida acumulación de bienes materiales. Estas sociedades corren velozmente hacia el desarrollo material, causando al mismo tiempo la impresión de no conocer, en ocasiones, la dirección en la que caminan ni la meta a la que pretenden llegar. No sin razón, alguno ha caracterizado su modo de vivir, en el que la ciencia y la técnica son vistas exclusivamente como medios para conseguir un mayor bienestar, como la racionalización del hedonismo.

Desde una óptica cristiana, no podemos aceptar este modo de entender la vida de los hombres. Ni tampoco nos resignamos a pensar que esta reducción materialista de la cultura sea la inevitable conclusión del pensamiento, de la ciencia y de la técnica, que caracterizan los últimos siglos de nuestra era. Los hijos de la Iglesia vivimos con serena alegría este tiempo que nos ha tocado en suerte; llenos de agradecimiento al Creador, y también a tantos antecesores nuestros que han gastado sus vidas con el fin de dejarnos en herencia un mundo más humano, apreciamos todas las maravillas de la naturaleza y los inmensos beneficios del progreso material. Más aún, fiados en el mandato divino que, como a Simón Pedro, nos invita a bogar mar adentro, en medio de los afanes de todos los hombres, queremos participar activamente en la tarea de desarrollar la ciencia, de hacer progresar la técnica, de acrecentar el ya ingente patrimonio de la cultura humana.

Deseamos hacerlo, eso sí, en perfecta armonía con los planes eternos del Creador. Frente a quienes han pretendido, y pretenden todavía, construir el mundo de espaldas a Dios, los cristianos aspiramos con ambición mucho más audaz a ser con nuestro trabajo diligentes colaboradores de la obra creadora, en ejecución del mandato que Dios asignó al hombre en los albores de la historia.

El cientificismo veía en la ciencia la solución de todos los problemas humanos. Esto no parece sostenible hoy día, pues tenemos abundantes experiencias acerca de la ambivalencia del progreso científico y técnico. El Papa Juan Pablo II ha advertido repetidamente que es necesario complementar la ciencia con la conciencia, pero esto exige profundizar en el tema de la conciencia, asunto nada fácil. Hoy día parece confundirse la conciencia con una autonomía total, independiente de normas morales, y este problema se plantea incluso entre los cristianos. Usted trató este tema en su discurso del 10 de noviembre de 1988, en el II Congreso Internacional de Teología Moral que se celebró en Roma. ¿Cuáles son las coordenadas en las que se plantea en la actualidad el tema de la conciencia?

El estudio de la conciencia tiene interés perenne para la reflexión moral. En palabras del Concilio Vaticano II, la conciencia constituye «el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, donde él se encuentra a solas con Dios» (Constitución Gaudium et spes, n. 16). Le han dedicado gran atención la literatura patrística y la reflexión teológica, profundizando en las abundantes indicaciones contenidas en la Sagrada Escritura.

A estos motivos de interés se añaden otros en la actualidad. Desde hace algunos años existe una corriente de subjetivación de la moral que pretende presentarse como el desarrollo de la doctrina católica acerca de la conciencia. Esta corriente de pensamiento y de opinión considera a la subjetividad individual como un tribunal autónomo y supremo, ante el cual habrían de ser citadas y juzgadas, sin posibilidad de apelación, las enseñanzas de la Iglesia, especialmente las que se refieren a la ética. Ese tribunal, elevado a la categoría de lugar teológico originario y casi exclusivo, se ha denominado conciencia, sin tener en cuenta que la Iglesia ha sido instituida por Cristo y es asistida constantemente por el Espíritu Santo para iluminar la conciencia de los fieles y de todos los hombres de buena voluntad, a través del anuncio de la verdad que, tal como recuerda el Concilio Vaticano II, todos los hombres deben buscar y, una vez conocida, abrazar y practicar (Declaración Dignitatis humanae, n. 1) Estas circunstancias hacen hoy particularmente necesaria y urgente la reflexión teológica sobre la conciencia moral.

Las verdades éticas naturales, que encuentran su cumplimiento en el amor de Dios y del prójimo, han sido restablecidas y reforzadas en la conciencia humana, además de enriquecidas con nuevos contenidos, por la ley de la caridad, derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido dado (cfr. Rom 5, 5; Eph 1, 13_14 y 3, 17_18); por eso San Pablo puede afirmar que su conciencia «da testimonio en el Espíritu Santo» (Rom 9, 1). En la conciencia cristiana se realiza plenamente el evento de gracia anunciado por Jeremías: «Pondré mi ley en su alma, la escribiré en sus corazones. Entonces yo seré su Dios y ellos mi pueblo» (Ier 31, 33).

Por tanto, la norma moral no es una expresión arbitraria de la Voluntad de Dios, que se contraponga de modo externo y dialéctico a la libertad del hombre. La norma moral es ante todo y sobre todo verdad moral y salvífica. Es también verdad interior al hombre, y no solamente interiorizada. Es interior en sentido ontológico, porque la norma moral expresa la verdad sobre el bien y la salvación de la persona humana; y es interior también en sentido epistemológico, porque está escrita en el corazón del hombre, en la conciencia moral de la humanidad.

Usted ha aludido a la supuesta oposición entre la norma moral y la libertad, negando que tal oposición exista en la realidad. Me parece que éste es el punto donde se centran muchas dificultades actuales. ¿Cómo se compagina la existencia de una norma moral con la dignidad de la conciencia humana personal?

La dignidad de la conciencia moral surge propiamente del hecho de que la verdad encontrada por el hombre en su corazón, tal como recuerda el Concilio Vaticano Il, es «una ley que el hombre no se da a sí mismo», ya que «el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente» (Constitución Gaudium et spes, n. 16). También San Pablo expresa, en lo referente al fundamento de la obligatoriedad de la conciencia, un concepto análogo al indicado en las palabras recién mencionadas del Concilio Vaticano II (cfr. Rom 13, 5).

La dignidad de la conciencia moral es, por tanto, muy grande, ya que por medio de ella puede resonar en el interior del hombre la voz de Dios. Juan Pablo II ha dicho que «en esto, y no en otra cosa, consiste todo el misterio y la dignidad de la conciencia moral: en que es el lugar, el espacio santo en el cual Dios habla al hombre» (Audiencia general, 17-VIII-1983, n. 2). El carácter inviolable de la conciencia surge del hecho de que en ella el hombre acoge y reconoce los imperativos de la ley divina que, como recuerda el Concilio Vaticano II, «el hombre tiene obligación de seguir fielmente en toda su actividad, para llegar a Dios, que es su fin» (Declaración Dignitatis humanae, n. 3).

En nuestra época, se advierte claramente la limitación humana, la posibilidad de equivocarse. Por tanto, actuar en conciencia se presenta como una tarea que exige esfuerzo.

Sin duda. La conciencia y el corazón del hombre captan, ciertamente, la voz del deber moral, pero son también realidades personales, propias de cada individuo, expresión inmediata y profunda de la propia voluntad y de la propia personalidad moral. Como el hombre mismo, la conciencia puede ser verdadera y puede también equivocarse, y por eso en la Sagrada Escritura se habla de conciencia «buena», «mala», «débil», «pura», «impura», etc. Por tanto la conciencia y el corazón del hombre no siempre son buenos.

La conciencia moral puede equivocarse sin culpa, a causa de la dificultad de una situación o de un problema particular, y puede equivocarse a causa de una culpa o negligencia leves. Pero el hombre también puede usar mal la conciencia, puede ser infiel a la verdad más profunda del corazón, puede no querer escuchar la voz de Dios. Incluso puede querer convertir la conciencia en un tribunal donde vengan juzgadas y condenadas las «intenciones de Dios» que no estén conformes con los propios deseos. De este modo, el hombre puede, en palabras de Juan Pablo II, romper «el vinculo más profundo que lo une en alianza con el Creador», y puede hacer de la propia conciencia «una fuerza destructiva de su verdadera humanidad, en vez del lugar santo donde Dios le revela su bien» (Audiencia general l7-VIII-1983, nn. 2 y 3).

La experiencia humana de la conciencia mala y del corazón endurecido nos permite entender que la dignidad de la conciencia confía al hombre la realización de una tarea moral: la tarea fundamental de formar la propia conciencia. El objetivo de la formación de la conciencia es, con palabras de la Carta a los Efesios, que el sujeto llegue a ser «hombre maduro, a la medida de la edad perfecta según Cristo, de modo que ya no seamos niños fluctuantes, ni nos dejemos llevar aquí y allá de todos los vientos de opiniones (...), antes bien, practicando la verdad en la caridad, en todo vayamos creciendo en Cristo, que es nuestra Cabeza» (Eph 4, 13-15).

Juan Pablo II ha puesto de relieve que el origen último de la indiferencia hacia la verdad se halla en el orgullo, «en el cual, según toda la tradición ética de la Iglesia, se encuentra la raíz de todos los males humanos» (Audiencia general 24-VIII-1983, n. 2). La formación de la conciencia requiere, por tanto, como paso previo, la conversión del corazón, y para ello, en palabras de Mons. Escrivá, «hace falta mantener el alma joven, invocar al Señor, saber oír, haber descubierto lo que va mal, pedir perdón» (Es Cristo que pasa, n. 57).

Estos problemas parecen especialmente graves frente a las nuevas circunstancias planteadas por el progreso científico y técnico. Hoy día es posible, en muchas ocasiones, recurrir a soluciones fáciles, y a veces resulta costoso tener en cuenta las dimensiones morales del actuar humano o determinar cuál es su verdadero alcance moral.

Ciertamente, existirán situaciones que suscitarán en nosotros dificultades. Especialmente entonces, deberemos dirigirnos al Señor en petición de luces. Sin embargo, me parece que puede decirse que Cristo ya ha dado una respuesta a estas oraciones. Encontramos la respuesta en las palabras que recoge San Mateo: «Id, pues, instruid a todas las gentes (...), enseñándoles a observar todo lo que os he mandado. Y he aquí que yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19-20).

Cristo conoce la debilidad y las dificultades que la razón humana puede encontrar para ser fiel a sí misma y a su Creador, y ha instituido otras fuentes para el conocimiento moral: fundamentalmente la Revelación, custodiada y fielmente interpretada por la Iglesia. Con palabras de Juan Pablo II podemos decir que «es en la Iglesia donde la conciencia moral de la persona crece y madura (...). La fidelidad al Magisterio de la Iglesia impide, por tanto, a la conciencia moral desviarse de la verdad acerca del bien del hombre» (Audiencia general 24-VIII-1983, n. 3).

Las orientaciones del Magisterio de la Iglesia son particularmente necesarias para iluminar la conciencia en la valoración de ciertos problemas que, si bien se encuentran estrechamente ligados al bien y a la dignidad de la persona humana, vienen oscurecidos por variados factores psicológicos, culturales, sociales, económicos, etc. Tales son en la actualidad los problemas referentes a la ética sexual y, en particular, las cuestiones resueltas por la Encíclica Humanae vitae. Si creemos que la Iglesia es la Iglesia de Cristo, nuestra conciencia no puede adoptar hacia ella una actitud de desconfianza.

Me parece que, en este contexto, tiene especial importancia la coherencia de la vida del cristiano. El Fundador del Opus Dei, con quien usted colaboró estrechamente durante muchos años, se refirió con frecuencia a esa coherencia, utilizando la expresión unidad de vida, que ahora aparece utilizada también por el Magisterio de la Iglesia. Como Gran Canciller del Ateneo Romano de la Santa Cruz, usted se refirió a este concepto en el acto de inauguración celebrado el 6 de noviembre de 1989.

Su Santidad Juan Pablo II, en su Exhortación Christifideles laici, ha puesto de relieve que los fieles laicos «deben ser formados en aquella unidad con la que está sellado su mismo ser de miembros de la Iglesia y de ciudadanos de la sociedad humana, recogiendo así y desarrollando la invitación conciliar a aquella síntesis de la existencia cristiana que la Exhortación denomina unidad de vida (n. 59). En efecto, esta expresión es bien conocida para quienes hemos recibido la gracia de escuchar directamente, durante muchos años, las amplias perspectivas que sobre esta unidad de vida abrió el Fundador del Opus Dei, Mons. Escrivá. Y no sólo se ha tratado de una anticipación en el plano de la doctrina, tan enriquecedora, sino también en el plano de la vida, en primer lugar de la suya personal, y después en la de tantos hombres y mujeres que se benefician de su mensaje centrado en la búsqueda de la santidad en medio del mundo.

En una homilía en el campus de la Universidad de Navarra en 1967, Mons. Escrivá expreso la exigencia de esta unidad de vida con una de aquellas expresiones tan eficaces que gustaba utilizar en su predicación desde 1928: «No puede haber una doble vida —decía—, no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 114).

En la mencionada Exhortación, el Papa, siguiendo casi literalmente el Magisterio del Concilio Vaticano II, subraya el carácter de totalidad que reviste la llamada de Dios. En la entera vida del laico corriente está presente este sentido de la llamada, de lo divino. En la persona «llamada» no existe un ser simplemente en el mundo y otro ser cristiano en la Iglesia, porque lo humano está destinado al Reino de Dios. Debemos buscar el modelo de esa unidad en la Persona del Verbo encarnado, verdadero Dios y verdadero hombre. Existe, por tanto, una cierta analogía entre el misterio de la Encarnación y la unidad de vida del cristiano. Pero se subraya la dualidad de las comunidades a las cuales pertenece el fiel laico, la comunidad eclesial y la civil; se afirma que la unidad existe en la persona, no en la comunidad.

Cualquier intento de construir la unidad de vida fuera de la persona está destinado al fracaso. La unidad de vida está íntimamente ligada a la actitud del cristiano que da un valor positivo a todas las realidades temporales, en cuanto son motivo y ocasión del encuentro con Dios y de servicio a los hombres. Como ha enseñado constantemente el Fundador del Opus Dei, «todo puede y debe conducirnos a Dios, alimentar nuestro diálogo con Él desde la mañana hasta la noche. Cualquier trabajo honesto puede ser oración, y el trabajo que es oración es también apostolado. De este modo el alma se sumerge en una unidad de vida auténtica y segura».

Bajo esta perspectiva, puede decirse que el compromiso cristiano lleva consigo unas exigencias que no van dirigidas solamente a algunas personas especialmente dotadas. Se trata de la llamada universal a la santidad, centro del mensaje del Opus Dei, que ha sido solemnemente recogido en las enseñanzas del Concilio Vaticano II.

En efecto. Ésta es la idea central del mensaje de Monseñor Escrivá de Balaguer: que la santidad la plenitud de la vida cristiana es accesible para todo hombre, cualquiera que sea su estado y condición, y que la vida ordinaria, en todas sus situaciones, ofrece la ocasión para una entrega sin límites al amor de Dios, y para un ejercicio activo del apostolado en todos los ambientes.

Otra de las fundamentales enseñanzas del Fundador del Opus Dei es que el trabajo humano puede y debe ordenarse, en la conducta del cristiano, a realizar el plan de Dios. Su enseñanza nos ayuda a descubrir cómo cualquier labor, por humilde que sea, si se hace bien y por un motivo sobrenatural, se enaltece. Mons. Escrivá predicó incesantemente que el cristiano ha de ocuparse de su trabajo sabiendo que Dios lo contempla. Ha de ser la suya, por tanto, tarea santa y digna de Él: acabada hasta el detalle, realizada con competencia técnica y profesional, y llevada a cabo con rectitud moral, con hombría de bien, con nobleza, con lealtad, con justicia. Con estas condiciones, su trabajo profesional aparecerá como algo recto y santo, de paso que, también por este título de ofrecimiento al Creador, será oración.

Esta perspectiva ilumina con gran claridad el sentido de la vida humana, y proporciona importantes indicaciones acerca de la solución de los problemas de la sociedad. Sin embargo, algunos podrían considerarla como una exigencia demasiado fuerte. ¿Cabría pensar que el mensaje cristiano puede ser vivido en diferentes niveles de exigencia?

Cada cristiano ha de vivir su vocación de acuerdo con sus circunstancias particulares, pero esto no significa bajar el punto de mira. Una concepción reductiva y superficial del cristianismo es inconciliable, más aún, no tiene nada que ver, con el necesario y radical compromiso cristiano, propio de los hijos de Dios, para identificarse con Jesucristo. Un cristiano que se contentase con unir algunas prácticas de piedad a una vida que transcurre al margen de la Voluntad de Dios, no merecería llevar ese nombre. Cristo nos pide que seamos cristianos en cada momento, en cada ambiente.

En todas las dimensiones de nuestra existencia personal, familiar, profesional, social, Cristo nos viene al encuentro con su llamada divina para que le amemos con obras. Por tanto, en palabras del Fundador del Opus Dei, «cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios. Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria» (Homilía Amar al mundo apasionadamente, en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, n. 116).

«Vivir santamente la vida ordinaria» significa vivir heroicamente, en diálogo con Dios Uno y Trino, que nos escucha siempre, en el trabajo y en el descanso, en la vida familiar y en las relaciones sociales, en la salud y en la enfermedad, en los momentos favorables y en los adversos, en los pequeños deberes de cada día y cuando se presentan las grandes decisiones que pueden transformar nuestra existencia.

No es un programa fácil. La plena coherencia de nuestras acciones con la fe cristiana deberá siempre superar obstáculos: ante todo, nuestras limitaciones personales, nuestros defectos y nuestras malas inclinaciones, y, quizás, el ambiente profesional y social. Pero no debemos permitir que nos domine la falsa humildad de pensar que no somos capaces, que las estructuras y las costumbres hacen imposible el ejercicio heroico de la caridad, de la justicia, de la veracidad, o de cualquier otra virtud cristiana. Al constatar la situación de la sociedad, Mons. Escrivá exclamaba enérgicamente: «¡Miremos a Cristo!» Con este punto de referencia comprenderemos que solos, con nuestras fuerzas humanas, no podemos transformar el mundo, no lograremos implantar y extender el Reino de Dios en la historia; pero Cristo puede y por tanto también nosotros podemos si nos identificamos con Él, porque «Dios es el de siempre.Hombres de fe hacen falta: y se renovarán los prodigios que leemos en la Santa Escritura."Ecce non est abbreviata manus Domini" ¡El brazo de Dios, su poder, no se ha empequeñecido!)» (Camino, n. 586).

¡Con qué vibración el Fundador del Opus Dei meditaba esta verdad, porque comprendía a fondo que en todo lo que Dios quiere o permite, también en lo que hace sufrir, se esconde su infinito Amor por nosotros! Es verdad que quizá, muchas veces, no alcanzamos a comprenderlo con nuestra inteligencia, pero precisamente porque este amor viene de El, ¡del Amor!, debemos creerlo. Como ha escrito el Santo Padre Juan Pablo II, «¡El hombre es amado por Dios! Éste es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha venido por ti, para ti Cristo es "el Camino, la Verdad y la Vida"! (Jn 14, 6)» (Exhortación Christifideles laici n. 34).

Uno de los temas que revisten particular importancia en nuestra sociedad es el de la familia. Una visión completa de la persona humana necesariamente ha de referirse a ella. Los padres y madres de familia desempeñan una función insustituible tanto en la sociedad humana como en la vida de la Iglesia. Pero, en su tarea educativa, a veces encuentran dificultades en el ambiente.

Es evidente que, por ley natural, los padres tienen que educar a los hijos y que esa misión les corresponde primordialmente. Los padres no son unos animalillos que traen al mundo otros animalillos. Son hijas e hijos de Dios que traen al mundo nuevas criaturas para que sean y se comporten como hijos de Dios. Ésa es la misión excelsa, maravillosa, de un padre o de una madre de familia cristiana.

Cada hijo que nace es una prueba de la confianza de Dios con los padres. Y es preciso corresponder con esfuerzo, porque es muy cómodo decir: que os eduquen en el colegio, o que el Estado se encargue de vosotros. No obstante, también es verdad que los padres no pueden llegar a todo y, por consiguiente, son necesarios medios subsidiarios para instruir a los hijos en todas las ramas del saber humano. Con esa finalidad, muchos católicos promueven colegios donde los hijos pueden estudiar todas las disciplinas impregnadas por un criterio católico, de tal forma que se acerquen a Dios.

En esa educación, los padres son una parte fundamental, porque los hijos imitan el comportamiento generoso o egoísta de los padres. Si los padres, por ejemplo, no quieren tener hijos por egoísmo, no porque Dios no se los mande sino porque prefieren tener más aparatos de televisión u otros objetos para vivir más cómodamente, el hijo que tienen aprende también a ser egoísta. Y cuando los padres envejecen, los envían a un asilo, porque no los aman. Es una cosa horrorosa que se evita cuando los hijos aprenden a ser buenos cristianos, y como buenos cristianos aman, más que nadie, a sus padres.

Para educar a los hijos, los padres tienen que ser amigos de ellos. Más que regañar y castigar es preciso, sobre todo, comprenderlos, disculparlos, quererles de tal manera que tengan confianza, para que los hijos sean también amigos de los padres. De este modo, cuando les surgen inquietudes íntimas, no acuden a personas sin criterio, sino a sus padres.

Un aspecto especialmente vivo en la actualidad es el que se refiere a la dignidad de la mujer. Juan Pablo II ha dedicado un entero documento a este tema.

En la Carta Apostólica Mulieris dignitatem, el Santo Padre Juan Pablo II ha desarrollado consideraciones que iluminan la función central de la mujer en la nueva evangelización del mundo actual. La mujer, afirma, es colocada por Dios como un testimonio privilegiado del orden del amor (n. 29). A ella el Señor le confía de un modo especial el ser humano (n. 30), con objeto de que ella sea para la humanidad como la revelación viva del amor con que Dios ama a cada uno.

El hedonismo se ha convertido en un espejismo de nuestra cultura, que por este motivo se manifiesta trágicamente incapaz de descifrar el mandamiento de la caridad. A esta cultura incluso le parece contradictorio que el amor pueda ser objeto de un mandamiento; querría separar el amor de la renuncia, del sacrificio, y rechaza la advertencia de Jesús: «Nadie tiene un amor mayor que quien da su vida por los amigos» (Jn 15, 13). En este contexto todos los cristianos, y entre ellos las mujeres, están llamados a testimoniar un amor modelado sobre el amor de Cristo: un amor fiel y fecundo, acogedor y capaz de perdonar; un amor que da sin cálculos, paciente, comprensivo, que se olvida de sí. Pero a la vez un amor exigente, porque Dios pide a cada persona todo lo que está en condiciones de dar, precisamente porque nos ama y nos quiere santos, y de este modo, como le gustaba repetir a Mons. Escrivá, todo se convierte en algo grande: incluso las acciones más normales, más insignificantes, con el Señor adquieren un valor eterno.

Esta revelación del amor, de saber vivir según la Voluntad de Dios, es el testimonio que el mundo actual espera de los cristianos. Testimonio de generosidad sin medida, de pureza santa, de delicado respeto, de solicitud, de fidelidad. Y de fortaleza, porque todas estas virtudes exigen no ser relegadas a los confines de la vida privada, sino practicarse, a pesar de los obstáculos, en las costumbres, en la familia, en la educación de los hijos, en las relaciones sociales, en los ambientes profesionales.

Pienso en la defensa de la vida desde su concepción, en la revalorización sin complejos de la maternidad y de la fecundidad del matrimonio, así como de la virginidad y de la castidad en el noviazgo. Pienso en el empeño en las profesiones intelectuales, tutelando y promoviendo la verdad por encima de todo condicionamiento o compromiso. Pienso en la difusión de modelos más conformes con la dignidad del hombre imagen de Dios, por ejemplo en la moda y en los espectáculos; en la afirmación del primado de la persona, con sus derechos, aspiraciones y exigencias, en todas las actividades profesionales; en la necesidad de restituir su insustituible valor al trabajo doméstico, campo luminoso para ejercitar una fundamental virtud cristiana: el espíritu de servicio. Y pienso en la entusiasmante aventura a la que estamos llamados todos los cristianos, hijos de Dios: santificar todos los caminos de la tierra, sabiendo que cualquier profesión u oficio honesto es ocasión de encuentro con el Señor. Por tanto, debemos vivir nuestro tiempo respondiendo a la invitación de Dios, quien espera que cada uno, permaneciendo en su lugar, transforme cada una de sus acciones en una obra maestra de amor y de servicio. Dios es alegría, es Amor, es Donación, y quiere ver estas perfecciones bien reflejadas en la vida de cada uno de nosotros.

María, Madre de Dios y Madre nuestra, Madre de cada hombre y de cada mujer, es el Modelo perfecto de la feminidad según el designio eterno de la Creación y de la Redención. De Ella podemos aprender a acoger la gracia divina que, paso a paso, conducirá nuestra vida hasta el Cielo.

Uno de los problemas humanos más graves de nuestro tiempo es el del aborto. ¿Podría comentar algo acerca de este problema? Y más en concreto, ¿qué pensar de las legislaciones que lo permiten o incluso lo facilitan?

El aborto es un pecado muy grave, por el que hemos de desagraviar a Dios con la oración y con el ejemplo de una vida auténticamente cristiana.

Además hemos de dar doctrina por todos los medios a nuestro alcance, como hacen tantas personas e instituciones en favor de la vida en todo el mundo.

Al despenalizarse el aborto en algunos países, mucha gente puede haber pensado que es moralmente lícito. Se trata de una grave equivocación: no todo lo que permiten las leyes civiles es moralmente lícito. Ante Dios, el aborto es un crimen horroroso, una aberración muy grande. Aunque las leyes civiles permitieran, por ejemplo, que los hijos matasen impunemente a sus madres inocentes, no por ello el matricidio dejaría de ser un crimen escandaloso y abominable, además de un gravísimo pecado. No hago política: hablo como sacerdote católico, que repite la enseñanza constante de la Iglesia.

El 24 de septiembre de 1990 tuvo lugar, en Roma, la apertura del IX Congreso Internacional Tomista. Usted pronunció una conferencia sobre la actualidad de Santo Tomás de Aquino en el Magisterio del Papa Juan Pablo II, y dedicó un apartado a la antropología. ¿Cuál es la aportación del cristianismo al conocimiento de la verdad sobre el hombre?

Provisto también del bagaje intelectual propio de quien ha dedicado muchos años y numerosas publicaciones a las cuestiones de antropología y ética, Juan Pablo II ha indicado en diversos discursos que un motivo importante de la actualidad de Santo Tomás es su altísimo sentido del hombre. El Papa se complace en recoger diversas expresiones felices del Aquinate, que manifiestan su idea del hombre: la persona es llamada «lo más perfecto en toda la naturaleza»; el hombre es comparado al mar, en cuanto recoge, unifica y eleva en sí mismo modo el mundo infrahumano, como el mar recoge todas las aguas de los ríos que en él desembocan; el hombre es definido como «el horizonte de lo creado, en el cual se unen los cielos y la tierra; como vínculo entre el tiempo y la eternidad; como síntesis de la creación) (Suma Teológica, I, q. 29, a. 3).

Existe una estrecha relación entre la Cristología y la visión filosófica del hombre propia de Santo Tomás. Teniendo en cuenta la afirmación de la Constitución Gaudium et spes, n. 22, según la cual sólo Cristo «revela plenamente el hombre al hombre mismo)», Juan Pablo II se pregunta: «¿No es la Cristología el fundamento y la primera condición para la elaboración de una antropología más completa, de acuerdo con las exigencias de nuestro tiempo?» (Discurso 17-XI-1979). Ésta es la razón de la particular profundidad del Aquinate en su doctrina acerca del hombre.

Descendiendo a un plano más concreto, Juan Pablo II pone de relieve cómo el Doctor Angélico ha iluminado, con la ayuda de su propia reflexión cristológica, diversos problemas que conciernen al hombre: «su naturaleza creada a imagen y semejanza de Dios, su personalidad digna de respeto desde el primer instante de su concepción, el destino sobrenatural del hombre en la visión beatífica del Dios Uno y Trino» (Ibid. ).

Al exponer sintéticamente la antropología de Santo Tomás, el Papa distingue dos aspectos: «la doctrina de la naturaleza humana como "unidad de alma y cuerpo", que explica la inteligibilidad del ser humano y de su historia», y «la doctrina de la persona que nos orienta de modo especial desde el punto de vista ético y de lo que es el camino concreto del hombre en el plano de la creación y de la salvación cristiana». No se trata de aspectos independientes. Más aún, «la antropología de Santo Tomás —explica Juan Pablo II— une siempre estrechamente la consideración de la naturaleza y de la persona, de tal modo que la naturaleza fundamenta los valores objetivos de la persona, y ésta da un significado concreto a los valores universales de la naturaleza» (Discurso, 4_I_1986).

Por lo que se refiere a la persona, el Papa alaba la filosofía del hombre de Santo Tomás, porque expresa, «sobre la base de la experiencia y sobre todo de las enseñanzas de la Revelación, una delicada sensibilidad, tan apreciada por los modernos, acerca de la condición concreta, histórica de la persona humana, por su "situación existencial", como diríamos hoy día, de criatura herida por el pecado y redimida por la Sangre de Cristo; por la originalidad y la dignidad de cada persona singular; por su aspecto dinámico y moral; en definitiva, diciéndolo todavía con un vocablo de nuestro tiempo, por la "fenomenología" de la existencia humana» (Ibid.).

Sin embargo, el análisis fenomenológico y los datos científicos no son suficientes para obtener una imagen completa de la persona humana.

El Santo Padre deja espacio a la fenomenología de la existencia humana, pero la considera un camino hacia la visión metafísica del hombre. En 1980, una Carta del Secretario de Estado expresaba de este modo el pensamiento del Pontífice: «La primera palabra sobre el hombre es ofrecida por la ciencia la fenomenología antropológica precede a la antropología filosófica como punto concreto de partida, pero la última palabra queda reservada a la metafísica, la cual, mientras recibe de las disciplinas científicas una base más depurada, les ofrece un encuadramiento sintético e integrador, abriéndoles la perspectiva de los valores y de los fines» (Mensaje, 5-IX-1980).

En la doctrina del Aquinate, Juan Pablo II encuentra «una definición precisa y siempre válida de lo que constituye la grandeza sustancial del hombre: ipse est sibi providens, provee a su propia vida (Suma contra los Gentiles, IIl, 81). El hombre es dueño de sí mismo, puede proveer por sí y proyectar su propio destino». La elección de esta visión de la persona como ser libre revela también en este caso la sensibilidad del Santo Padre para los problemas actuales entre los cuales destaca el sentido de la libertad. Quizá precisamente para resolver las paradojas de la libertad en la cultura contemporánea, Juan Pablo II añade que, considerado en sí mismo, el hecho de ser dueño de sí «todavía no decide la grandeza del hombre y no garantiza la plenitud de su autorrealización personal. Sólo es decisivo que el hombre se someta en su obrar a la verdad, que él no determina sino que sólo descubre en la naturaleza, que se le ha dado junto con el ser» (Discurso, 17-XI-1979).

En ocasiones se toma ocasión de las ciencias para afirmar un materialismo en el que no queda lugar para el alma. Y parecería que hablar acerca del alma nos llevaría hacia un dualismo que no correspondería a la unidad de la persona humana.

En cuanto a la naturaleza del hombre, Juan Pablo II afirma que la misma exigencia, viva en la cultura actual y reforzada por la enseñanza bíblica, «de evitar una antropología 'dualista' que opusiera, de modo casi hostil, el alma al cuerpo, era ya sentida por Santo Tomás, y ha hecho que el Aquinate «haya superado en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón acerca de la relación entre alma y cuerpo y se haya acercado a la concepción de Aristóteles» (Discurso, 4-I-1986).

El Santo Padre recuerda que el Doctor Angélico, de acuerdo con las entonces recientes enseñanzas del Concilio Lateranense IV, que había presentado la naturaleza humana como constituida de espíritu y cuerpo, enseña «la distinción real y esencial entre alma y cuerpo», pero al mismo tiempo sostiene que uno sólo es el ser de la substancia intelectual y de la materia corporal, uno es el ser de la forma y la materia, donde el alma es «forma» y el cuerpo «materia». Con su doctrina del alma como «forma substancial» del cuerpo, Santo Tomás «resolvió el arduo problema de una relación que salvara por una parte la distinción de los componentes esenciales y por otra la unidad del ser personal del hombre». Esta doctrina fue recogida por el Concilio ecuménico de Vienne y por el Lateranense V, «para quedar después como patrimonio de la fe católica». En efecto, el Papa recuerda que «la doctrina antropológica como 'unidad de alma y cuerpo' ha sido recogida por el Concilio Vaticano II, el cual puede por tanto encontrar en el pensamiento del Doctor Angélico un intérprete particularmente apropiado» (Discurso, 4-I-1986).

Para completar esta exposición sintética de la antropología tomista, puede añadirse que en ella el Papa ve satisfecha la exigencia de «proporcionar fundamento y justificación a los más altos valores de la persona, hoy día invocados tan frecuentemente, tales como el valor de la conciencia moral, los derechos inalienables, la justicia, la libertad, la paz: en suma, todo lo que concurre a clarificar el verdadero bien del hombre redimido por Cristo para que reconquistara la dignidad perdida y alcanzase la condición de hijo de Dios» (Ibid).

¿Cómo pueden integrarse en esta perspectiva los nuevos conocimientos científicos?

La doctrina cristiana señala una dirección que debe ser profundizada y actualizada, sin traicionar su espíritu y su orientación fundamental, teniendo en cuenta los logros científicos. Obviamente, esa profundización es un trabajo que exige estudio serio y sereno, en el que colaboren la filosofía y las ciencias. Pero cuando se trata de progresos auténticos, no habrá contradicción entre ellas, y ambas se encontrarán en coherencia con la fe.

Sin embargo, en nuestra sociedad se difunde un cierto relativismo ético, que se presenta como si fuera una consecuencia del progreso científico. Se duda de la existencia de una verdad objetiva, y en consecuencia la moral aparece como desprovista de un fundamento sólido. Con ocasión del I Congreso Internacional de Teología Moral, celebrado en Roma del 7 al 12 de abril de 1986, Juan Pablo II se refirió a esta dificultad.

En ese Congreso se realizaron serios trabajos encaminados hacia la profundización de las cuestiones éticas centrales a la luz del Evangelio, mostrando de este modo cuáles son las riquezas y el sentido positivo y orientador de la enseñanza moral cristiana, tal como es propuesta por el Magisterio de la Iglesia, también en este momento histórico concreto.

En efecto, en aquella ocasión el Papa manifestó su preocupación por el relativismo que lleva a desconfiar de la sabiduría de Dios que guía al hombre con la ley moral. Me parece que las palabras del Santo Padre están motivadas por la preocupación frente a uno de los aspectos más graves de la crisis de nuestro tiempo. Como consecuencia de una serie de complejos factores históricos, el hombre contemporáneo no sólo duda de que sea posible alcanzar la verdad como ya sucedió en otros períodos de la historia, sino también duda del valor mismo de la verdad, porque la concibe como algo que limita la libertad. Con este planteamiento se llega a identificar la libertad con la voluntad de poder y el deseo de dominar a los demás, en lugar de reconocerla como lo que verdaderamente es: dominio de sí mismo, de los propios actos y, en consecuencia, capacidad de donación.

El Papa invita, por tanto, a redescubrir la gozosa realidad de un Dios que no es un tirano que ha impuesto una ley arbitraria al hombre, sino un Padre que ama hasta las últimas consecuencias y rige la historia con una sabiduría que es fruto de ese amor. Sólo con este realismo evangélico es posible colocarse adecuadamente ante los problemas éticos actuales, ya que sólo quien se sabe amado es capaz de vivir con alegría, con generosidad y con entrega.

Romana, n. 15, Luglio-Dicembre 1992, p. 0.

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