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La dimensión social de la caridad: integración de los emigrantes y refugiados

Pablo García Ruiz

Profesor de Sociología

Universidad de Zaragoza (España)

En 1967, durante una tertulia en el colegio madrileño Tajamar, san Josemaría recordaba sus andanzas pastorales por el barrio de Vallecas: «Cuando tenía veinticinco años, venía yo mucho por todos estos descampados, a enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los niños, a los viejos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de afecto..., y alguna que otra pedrada»[1]. En otra ocasión, haciendo su oración en voz alta, rememoraba así aquellos años: «Fueron horas y horas por todos los lados, a pie de una parte a otra, entre los pobres vergonzantes y los pobres miserables, que no tenían nada de nada… Y en los hospitales, y en las casas donde había enfermos, si se pueden llamar casas aquellos tugurios. Eran gente desamparada y enferma»[2].

Movido por su celo sacerdotal, entre 1927 y 1931, san Josemaría realizó muchas visitas a enfermos en diversos barrios de Madrid, colaborando con la intensa labor apostólica que impulsaban y dirigían las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón desde el Patronato de Enfermos[3]. Cuando cesó como capellán del Patronato, buscó cómo seguir implicado en tareas de servicio a los enfermos y los necesitados. Conoció por entonces la labor de la Congregación de san Felipe Neri y comenzó a participar en las actividades que llevaban a cabo en el Hospital General. También por entonces decidió acompañar a su amigo sacerdote don José María Somoano en su dedicación a los enfermos del Hospital del Rey, a las afueras de Madrid. Las Hijas de la Caridad que trabajaron allí durante la difícil década de 1926 a 1936, testimoniaron la generosidad de san Josemaría para cuidar a tantas almas que reclamaban su atención sacerdotal: tuberculosos desahuciados, jóvenes en su mayoría, confían en este sacerdote alegre que les invita a pasar de la esperanza de la tierra a la seguridad de Dios. No tiene miedo al contagio. Tampoco a las incomprensiones ni a las amenazas anticlericales, frecuentes por aquellas fechas[4].

Este compromiso de servicio y caridad fue de gran trascendencia en la maduración de la personalidad humana y sobrenatural de san Josemaría hasta el punto de reconocer años después que ahí encontró la fuerza, el impulso y la gracia para llevar adelante la tarea fundacional que Dios le había encomendado[5].

A los primeros jóvenes que acuden a las incipientes actividades apostólicas del Opus Dei les anima a realizar obras de misericordia similares: cuidar a enfermos, enseñar el catecismo a niños, salir a las periferias para ayudar a quienes carecen de medios. Dios nos invita a todos a vivir la caridad: amarle a Él y, por Él, a todos los hombres. Todo hombre y toda mujer es imagen de Dios y merece ser amada. Hemos de «venerar la imagen de Dios que hay en cada hombre»[6], especialmente en aquellos que se encuentran más necesitados. Así nos lo ha enseñado el mismo Jesucristo: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40).

Santo Tomás de Aquino considera que, entre las virtudes que guían nuestra relación con el prójimo, la misericordia es la más grande[7]. San Agustín define la misericordia como la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria de otro, sentimiento que nos impulsa a socorrerle, si podemos[8]. La misericordia es ese aspecto de la caridad que se dirige a los afligidos por un mal considerable, especialmente cuando no es el resultado de sus acciones o elecciones[9].

La caridad es una virtud ordenada. Ha de orientarse, en primer lugar, a los más cercanos: «no creo en tu caridad —escribía san Josemaría— si martirizas a los de tu casa, si permaneces indiferente en sus alegrías, en sus penas y en sus disgustos»[10]. Sin embargo, la urgente y extrema necesidad constituye una razón más fuerte para ayudar al prójimo que, incluso, las exigencias de los lazos familiares o de amistad. Es el tipo y alcance de la necesidad lo que dicta lo que se ha de hacer, y no quién tiene esa necesidad[11]. La caridad no hace acepción de personas.

La misericordia es una virtud crucial para el desarrollo de la vida cristiana. El propio san Josemaría dejó constancia de ello, cuando anotó en sus Apuntes íntimos: «en el Patronato de Enfermos quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote»[12].

Las necesidades humanas cambian con el paso del tiempo y el transcurso de la historia. El desarrollo económico ha hecho posible, en muchas sociedades, reducir la pobreza y mejorar las condiciones de vida de la población. Sin embargo, otros problemas y otras necesidades surgen en cada época y siguen llamando al ejercicio de la caridad.

La era de las migraciones

El papa Francisco ha llamado a nuestra época «la era de las migraciones»[13]. Ciertamente, el flujo migratorio de las primeras décadas del siglo XXI, como señalaba Benedicto XVI, «impresiona por sus grandes dimensiones, por los problemas sociales, económicos, políticos, culturales y religiosos que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea. Podemos decir que estamos ante un fenómeno social que marca época»[14].

Las migraciones no son un hecho nuevo. Siempre ha habido personas que, abandonando su lugar de nacimiento, se han trasladado a otras ciudades u otros países en busca de un futuro mejor para sí mismos y para sus familias. Durante la primera industrialización, el éxodo rural hacia zonas urbanas fue muy importante, así como los problemas de las ciudades para acogerlos en condiciones. Así surgieron tantos suburbios como los que san Josemaría frecuentó en los años veinte y treinta del siglo XX. Después de la segunda guerra mundial, y durante dos o tres décadas, millones de personas procedentes de los países del sur de Europa buscaron trabajo en países del norte, donde el desarrollo económico era mayor.

Las migraciones actuales sí son un fenómeno novedoso en su extensión y su intensidad. Según datos de Naciones Unidas[15], en 2020 había más de 270 millones de personas que vivían establemente en un país distinto de aquel en que habían nacido. En ese año, Europa acogía a 82 millones de migrantes internacionales. Debido fundamentalmente a la inmigración, de 2009 a 2019, aumentó la población de países como Noruega (12%), Suiza (12%) o Suecia (8%). En Alemania vivían 13 millones de inmigrantes, en Reino Unido 10 millones, en Francia 8 millones, en Italia y en España, unos 6 millones. En términos proporcionales, el país europeo que tenía un mayor porcentaje de inmigrantes en relación con su población era Suiza (29%), seguido por Suecia (20%), Austria (19%) y Bélgica (17%).

En otras zonas del mundo la inmigración también es un fenómeno importante. En 2020, en Estados Unidos estaban registrados más de 50 millones de inmigrantes, lo que suponía algo más del 15% de su población. En Sudáfrica vivían 4,2 millones de inmigrantes, 7,2% de su población total; en Costa de Marfil, 2,5 millones, es decir, el 10% de su población; en Turquía rondaban los 6 millones, mientras que en Arabia Saudita superaban los 13 millones, lo que suponía el 38% de su población. Los países de América del Sur en su conjunto recibieron 9 millones de inmigrantes al tiempo que de ellos salían 17 millones de emigrantes en ese mismo año.

La gran mayoría de personas que migran a otros países lo hacen por motivos relacionados con el trabajo, la familia o los estudios. En su mayor parte, esos procesos migratorios no son fuente de problemas ni para los migrantes ni para los países que los acogen. Sin embargo, no pocas personas abandonan sus hogares y sus países por otras razones, imperiosas y a veces trágicas, como guerras, persecuciones o desastres naturales.

Según también datos de Naciones Unidas, en 2020 había 26 millones de personas refugiadas en otros países, la mitad de ellas menores de 18 años, a causa de conflictos armados en sus países de origen. Las guerras en Medio Oriente han causado un elevado número de refugiados primero en Irak y luego en Siria que han encontrado refugio en los países colindantes. Así, en 2020, en el Líbano había 156 refugiados por cada 1.000 habitantes; en Jordania, 72 por 1.000; en Turquía, 45 por 1.000. En otras partes del mundo, situaciones de violencia extrema, de grave inestabilidad política o económica, así como imponderables climáticos y catástrofes naturales, han provocado el desplazamiento de millones de personas dentro de sus propios países o hacia terceros países como Uganda (1,2 millones), Etiopía (1 millón), Kenia (400.000), Colombia (1 millón), Perú (0,5 millones) que los han acogido. En Europa, desde la crisis de refugiados en 2015, Alemania ha recibido 1,5 millones de personas procedentes de Siria, Iraq y Afganistán; Francia casi 400.000 y Suecia, 300.000. A estos se han sumado más recientemente los numerosos desplazados por la guerra en Ucrania y en otros lugares del mundo.

Los motivos para migrar son, pues, muy variados, como lo son las condiciones de vida de quienes lo han hecho. Las consecuencias para las sociedades de origen y de destino también son muy diversas, lo mismo que las exigencias de atención, cuidado y acogida para cada uno de ellos.

Nuevas necesidades y nuevas oportunidades

Quienes deciden emigrar suelen tener un nivel educativo y unas competencias sociales mayores que el resto de sus comunidades de origen, lo que supone también una probabilidad más alta de que hagan contribuciones en su país de destino. Se convierten con frecuencia en nexos de unión, en cauce para el conocimiento mutuo y el progreso compartido entre ambas sociedades[16]. Ayudan a sus familias de origen con remesas económicas e intercambios culturales. Contribuyen en su lugar de destino con el desempeño de su empleo, el pago de impuestos y contribuciones sociales, el ahorro y el consumo, el emprendimiento y la generación de capital social, entre otros modos.

Las necesidades de los inmigrantes también son muy variadas, de acuerdo con su situación. Los refugiados y las personas desplazadas, aun siendo un porcentaje pequeño de los migrantes, son los que tienen una mayor necesidad de asistencia y apoyo pues han tenido que abandonar su hogar y sus pertenencias al huir de sus lugares de origen. También son particularmente vulnerables aquellos inmigrantes que se encuentran en situación jurídica irregular bien porque entraron en el país sin los permisos requeridos bien porque estos han caducado. Especialmente necesitadas de ayuda son aquellas personas que han quedado atrapadas en redes delictivas de trata de personas. La gran mayoría de inmigrantes no padece tales situaciones de vulnerabilidad. Sin embargo, sí se enfrentan a algunos retos específicos que se traducen en problemas cotidianos.

Los migrantes, como recuerda el papa Francisco, «tienen que separarse de su propio contexto de origen y con frecuencia viven un desarraigo cultural y religioso»[17]. Quienes migran a otro país por lo general tienen un conocimiento relativamente escaso del medio social al que llegan. Para muchos, la primera barrera es la del idioma. Carecer de suficiente competencia lingüística dificulta el desempeño personal en situaciones ordinarias, como comprender y hacerse comprender en el trabajo, en la consulta del médico, en el supermercado, en los trámites administrativos, en las reuniones del colegio de los hijos, en el cotidiano relacionarse con los demás y hacer amistades más de allá del propio grupo lingüístico. Aun con suficiente conocimiento del idioma, los inmigrantes recién llegados también suelen carecer de redes primarias de apoyo, de familiares y conocidos, a las que acudir en situaciones de apuro. Aparecen entonces redes sociales sustitutivas, compuestas habitualmente por inmigrantes del mismo origen, que facilitan el conocimiento y acceso a recursos importantes pero que a la vez tienen el riesgo de inhibir la integración en la sociedad de acogida. Muchos inmigrantes logran desarrollar sus proyectos de vida, aprovechando las oportunidades laborales, educativas y sociales que se les abren. Sin embargo, muchos también sufren la falta de oportunidades y son los primeros en recibir el impacto de las crisis, terminando en el paro o en empleos precarios y mal pagados, poco acordes con su cualificación profesional.

Los jóvenes migrantes, señalaba Benedicto XVI, «son particularmente sensibles a la problemática constituida por la denominada “dificultad de la doble pertenencia”: por un lado, sienten vivamente la necesidad de no perder la cultura de origen mientras, por el otro, surge en ellos el comprensible deseo de integrarse en la sociedad que los acoge»[18]. Testimonios de esta realidad no faltan en multitud de foros online:

«Como hija de dos inmigrantes, siento que tengo que trabajar el doble que mis amigos de familias que han vivido aquí por generaciones, simplemente para demostrarles a mis padres que valió la pena venir a este país, hacer aquel viaje y empezar una nueva vida desde cero. Ser hija de inmigrantes significa vivir en equilibrio entre dos culturas diferentes. De niña y adolescente no me fue fácil aceptar que pertenecía a esos dos mundos distintos y tan opuestos entre sí»[19].

Para algunos jóvenes esta dualidad conduce a un choque entre los padres, que permanecen anclados en su propia cultura, y los hijos, que hacen suyos con gran rapidez sus nuevos contextos sociales. Aun otros jóvenes, estudiantes de otros países que se encuentran lejos de casa, a menudo se sienten solos, bajo la presión del estudio, a veces oprimidos por dificultades económicas.

Un desafío social y político

Los países de acogida son conscientes de los retos que se plantean como consecuencia de los flujos migratorios y, desde hace décadas, han ido poniendo en marcha políticas públicas y sociales para intentar afrontarlos. La migración se ha convertido en una cuestión política de primer orden, en la que se entrelazan cuestiones relativas a los derechos humanos, el desarrollo económico, la geopolítica a nivel nacional, regional e internacional. Además, la inmigración está generando polémicas sociales y mediáticas en algunas sociedades receptoras. Sentimientos contrarios a los inmigrantes comparecen en la retórica política y alimentan demandas de reducción de las entradas y endurecimiento de las condiciones de acceso.

El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia constata que, en los países más desarrollados, la inmigración «a menudo es percibida como una amenaza para los elevados niveles de bienestar alcanzados gracias a decenios de elevado crecimiento económico», pero indica que, con una gestión adecuada, «la inmigración puede ser un recurso más que un obstáculo para el desarrollo» (n. 297).

El Papa Francisco ha observado en numerosas ocasiones que la actitud de rechazo a la inmigración «constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte». Francisco no deja de llamar la atención sobre el riesgo de que los miembros de las sociedades desarrolladas se desentiendan de los problemas y sufrimientos de los migrantes, como si el único responsable fuera el Estado, como si con aprobar ciertas leyes fuera suficiente, como si pudiéramos dar algunas situaciones por imposibles o sin solución. Con su primer viaje, en 2013, al centro de acogida de la isla de Lampedusa, entonces hacinado, trató de remover las conciencias:

«¿Quién de nosotros ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas, de todos aquellos que viajaban sobre las barcas, por las jóvenes madres que llevaban a sus hijos, por estos hombres que buscaban cualquier cosa para mantener a sus familias?»[20].

Tiempo después, todavía mueren ahogadas en el Mediterráneo más de dos mil personas cada año tratando de alcanzar en frágiles embarcaciones las costas de Europa[21].

La misión de la Iglesia tiene una dimensión pública, profética, irrenunciable, que respeta la autonomía de la esfera política pero no limita su propia acción al ámbito de lo privado, ni se agota en actividades de asistencia y educación. La Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la construcción de un mundo mejor ni dejar de despertar fuerzas espirituales que fecunden toda la vida de la sociedad»[22]. De acuerdo con esa misión, a las instituciones de los países que reciben inmigrantes, les exhorta a «vigilar cuidadosamente para que no se difunda la tentación de explotar a los trabajadores extranjeros privándoles de los derechos garantizados a los demás trabajadores». Al tiempo que se procuran mayores posibilidades de trabajo en los lugares de origen, y se regulan los flujos migratorios según criterios de equidad y de equilibrio, «los inmigrantes deben ser recibidos en cuanto personas y ayudados, junto con sus familias, a integrarse en la vida social»[23].

Esta política exige una sincera colaboración entre los países de procedencia y de destino de los emigrantes, acompañada de adecuadas normativas internacionales, «con vistas a salvaguardar las exigencias y los derechos de las personas y de las familias emigrantes, así como las de las sociedades de destino»[24]. No se trata de acoger indiscriminadamente, sino a través de mecanismos que garanticen el bien común tanto del país que acoge como de los inmigrantes. En años recientes, han surgido algunas iniciativas alentadoras, como el Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular, promovido en 2018 por Naciones Unidas[25], para lograr una mayor colaboración internacional y mejorar la gestión de los flujos migratorios.

Retos pastorales asociados a la inmigración

Para fomentar la colaboración con agentes sociales y políticos, impulsar la atención pastoral a los migrantes y evitar que sean excluidos o ignorados, el Papa Francisco puso en marcha, en 2017, la Sección Migrantes y Refugiados, departamento de la curia vaticana cuya misión es ayudar a los obispos y a todos los que asisten a personas vulnerables en movimiento. Asimismo, alienta a la Iglesia universal a atender a los desplazados por causa de conflictos, desastres naturales, persecuciones y pobreza extrema, a quienes huyen en búsqueda de seguridad, a los que se encuentran estancados en su viaje y a las víctimas de trata.

Los refugiados y las personas víctimas de trata ocupan un lugar principal en el corazón del Papa Francisco. Así lo manifestaba en la Jornada del Emigrante y el Refugiado de 2020: «En la huida a Egipto, el niño Jesús experimentó, junto con sus padres, la trágica condición de desplazado y refugiado, marcada por el miedo, la incertidumbre, las incomodidades. Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. (…) Jesús está presente en cada uno de ellos, obligado —como en tiempos de Herodes— a huir para salvarse. Estamos llamados a reconocer en sus rostros el rostro de Cristo, hambriento, sediento, desnudo, enfermo, forastero y encarcelado, que nos interpela»[26]. «La Iglesia contempla este mundo de sufrimiento y de violencia con los ojos de Jesús, que se conmovía ante el espectáculo de las muchedumbres que andaban errantes como ovejas sin pastor»[27]. ¿Cómo puede actuar la Iglesia sino inspirándose en el ejemplo y en las palabras de Jesucristo? La respuesta del Evangelio es la misericordia (Lc 6, 36).

La acción misericordiosa de la Iglesia es multiforme. En cada diócesis son numerosas las actividades que desde parroquias, asociaciones e instituciones se llevan a cabo movidas por la esperanza, la valentía y la «imaginación de la caridad»[28]. No se trata de dejar caer programas de asistencia social sino de acoger, promover e integrar, recorriendo juntos un camino[29]. Más allá de la ayuda material, se trata de ofrecer un apoyo sinceramente fraterno, que ayude a enfrentar los respectivos problemas, promoviendo su dignidad de persona[30]. Como exhorta el Papa Francisco, se trata de «ver en el emigrante y el refugiado no solo un problema sino un hermano y una hermana que deben ser acogidos, respetados y amados»[31].

Cuando se recibe de corazón a la persona diferente, se le permite seguir siendo ella misma, y se le da la posibilidad de un nuevo desarrollo. Es importante valorar la contribución que los inmigrantes pueden hacer al bienestar y al progreso de todos. Es preciso comunicarse, descubrir las riquezas de cada uno, apreciar lo que nos une y considerar las diferencias como oportunidades para el crecimiento en el respeto mutuo. Se necesita un diálogo paciente y confiado, para que las personas, las familias y las comunidades puedan transmitir los valores de su propia cultura y acoger lo que hay de bueno en la experiencia de los demás[32].

La presencia de los emigrantes y los refugiados representa hoy día una invitación a recuperar algunas dimensiones esenciales de la existencia cristiana, que corren el riesgo de adormecerse con un estilo de vida lleno de comodidades. A veces, ante esa invitación, la primera reacción es de miedo, de duda sobre cómo actuar. Es una reacción natural, humana, ante lo diferente y lo desconocido, ante lo que consideramos arriesgado, quizá peligroso, posible fuente de engaños o malentendidos, de que algunos se aprovechen de nuestra buena voluntad. Otras veces, el miedo es resultado de la falta de preparación, de no saber cómo ayudar. El problema está «cuando esas dudas y esos miedos condicionan nuestra forma de pensar y de actuar hasta el punto de convertirnos en seres intolerantes, cerrados y quizás, sin darnos cuenta, incluso racistas. El miedo nos priva así del deseo y de la capacidad de encuentro con el otro»[33].

La misericordia nos lleva, ante todo, a reconocer al otro como prójimo, como miembro de una misma comunidad. Por eso, tener misericordia con otros es extender los lazos comunitarios hasta incluir a esos otros dentro de tales relaciones. Y, a partir de entonces, cuidar de ellos como cuidamos de los demás miembros de nuestra comunidad[34]. La Iglesia se comporta así al promover grupos y asociaciones, impulsadas por parroquias, organizaciones e instituciones diversas, donde el encuentro es posible. Junto con otros agentes sociales, incluyendo asociaciones de migrantes, refugiados y otros destinatarios de apoyo, se trabaja conjuntamente en la generación de soluciones mientras se tejen redes de colaboración en términos de igualdad y respeto, donde surgen «circuitos de dones recíprocos»[35]. Se abren así, para los cristianos de a pie, posibilidades de participación que ayudan a vencer sus miedos, dudas e incertidumbres.

A esto se refería san Josemaría en la tertulia de 1967, antes mencionada, cuando decía: «Hoy para mí esto es un sueño, un sueño bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes, donde tratamos a la gente con cariño, mirando a los ojos, de frente, porque todos somos iguales». Hablaba, en primer lugar, de Tajamar, el colegio que abrió sus puertas en los años cincuenta, en una barriada periférica de Madrid, donde no existía entonces ningún centro educativo de enseñanza media. Había allí más de doce mil niños sin escolarizar y los alrededores eran descampados, escombreras y chabolas. Pero, en esas palabras, san Josemaría incluía también otros proyectos educativos y sociales que, bajo su impulso, se fueron poniendo en marcha en los lugares donde el Opus Dei iba desarrollando su labor. Así, con el esfuerzo conjunto de fieles de la Obra, cooperadores, amigos y los propios destinatarios de esas labores, fueron apareciendo distintas iniciativas destinadas a mejorar las oportunidades y elevar las condiciones de vida de personas y comunidades socioeconómicamente vulnerables o desfavorecidas.

El impulso de san Josemaría: la imaginación de la caridad

Durante su vida, san Josemaría impulsó numerosas iniciativas dirigidas a personas necesitadas y vulnerables, entre las que se encontraban también inmigrantes y desplazados, en muy diversos lugares. Surgieron así obras corporativas que ofrecen apoyo a niños, jóvenes y adultos en forma de oportunidades de crecimiento académico y personal; capacitación profesional en diversos oficios en ciudades y en zonas rurales; educación para la gestión doméstica y el cuidado de la salud; asistencia médica, acompañamiento espiritual; y sobre todo, la capacidad de movilizar recursos dentro y fuera de las comunidades de pertenencia para adaptar continuamente las actividades a las necesidades y capacidades de los destinatarios.

«El Opus Dei —decía san Josemaría— ha de estar presente donde hay pobreza, donde hay falta de trabajo, donde hay tristeza, donde hay dolor, para que el dolor se lleve con alegría, para que la pobreza desaparezca, para que no falte trabajo —porque formamos a la gente para que lo pueda tener—, para que metamos a Cristo en la vida de cada uno, en la medida en que quiera, porque somos muy amigos de la libertad»[36].

En una de sus homilías, san Josemaría proclamaba, desde su amor a la libertad: «No puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la Escritura Santa dice»[37]. Animaba así a involucrarse con inteligencia y responsabilidad personal en tareas de solidaridad, de caridad, de misericordia, hacia aquellos que Dios ha puesto cerca de nosotros, especialmente los más necesitados. Sus enseñanzas han sido fructíferas, no solo por el crecimiento de obras corporativas, sino quizá sobre todo por las numerosas iniciativas de personas que —miembros o no del Opus Dei— acogen su invitación y tratan de llevarla a la práctica.

Por lo general, las actividades ordinarias de las personas corrientes no son conocidas más allá de su círculo cercano. Sin embargo, en la época de las redes sociales es posible hacer llegar las palabras y las acciones más lejos y con más intensidad. La página web del Opus Dei ofrece testimonios de personas corrientes que tratan de vivir el espíritu de la Obra en su vida ordinaria. Algunas veces, son obras que manifiestan la «creatividad de la caridad» propia del cristiano. Son ejemplos corrientes que iluminan el camino para otros, y de manera amable nos recuerdan que Dios nos llama a cuidar unos de otros, en particular, de quienes más lo necesitan. Entre estos, en nuestra época, se encuentran, sin duda, inmigrantes y refugiados.

Por ejemplo, algunos estudiantes universitarios y jóvenes profesionales de Londres cuentan que dedicaron un par de fines de semana a ayudar en un campo de refugiados instalado en Calais. La idea surgió durante un seminario organizado por Cáritas donde diversas parroquias e instituciones presentaron iniciativas de solidaridad. Durante el primer viaje, el grupo fue enviado a «Utopia 56», un campo nuevo construido en Dunkirk y gestionado por Médicos Sin Fronteras, donde ayudaron en la instalación de unas pequeñas cabañas de madera ocupadas por hombres kurdos. En el segundo fin de semana, fueron a «La Jungla», otro campo para refugiados, más precario y étnicamente diverso que el anterior. Esta vez ayudaron en la distribución de material y en la limpieza del campo. Dedicaron todo el domingo a recoger basura, trasladando todo tipo de residuos allí amontonados. Con sus propias palabras:

«La tarea era desalentadora y, la verdad, uno solo hubiera abandonado pronto; pero ver el compromiso de otros voluntarios nos dio coraje para continuar hasta que la montaña de basura poco a poco terminó por desaparecer. La caridad es contagiosa. Uno no se hubiera imaginado que emplear un fin de semana limpiando un campo de refugiados diera tanta alegría y gratitud a un grupo de jóvenes profesionales y estudiantes»[38].

Otra historia: en un pueblo de Andalucía, decenas de inmigrantes trabajan por temporadas en las tareas de campo. Muchos de ellos dormían al raso, sin un sitio donde resguardarse del frío. Otros vivían hacinados. Desde hace unos años los vecinos de este pueblo se han puesto de acuerdo para que todos duerman bajo techo. Había un problema serio: los empresarios necesitan contratar mano de obra, pero no había infraestructura para que estos inmigrantes pudieran alojarse. En realidad, setecientas viviendas estaban vacías fruto del fallecimiento o de la marcha de sus inquilinos a la capital. Pero los dueños de las viviendas se negaban a alquilar: no se fiaban de los inmigrantes. Había un problema de alojamiento y casas vacías, pero faltaba confianza. Una de las vecinas del pueblo, que ahora vivía en la capital pero iba con frecuencia para cuidar a su padre enfermo, se empeñó en buscar una solución. Contactó con los empresarios y con los propietarios de las viviendas. Ella misma narra que, con el apoyo de una fundación, de la que es voluntaria, «fueron buscando a los dueños de las viviendas y planteándoles con una seguridad muy clara de que no iba a pasar nada si alquilaban esa casa. La iniciativa tuvo éxito porque junto al respaldo de la fundación contó con el respaldo del Ayuntamiento, que facilita desde entonces muebles y todo lo necesario para equipar las casas. Los empresarios se comprometieron con los dueños de las casas a hacer frente a cualquier posible desperfecto y descontarlo de los salarios de los temporeros. Todos quedaban así obligados a que la cosa funcionara. Muchos vecinos, contagiados por el espíritu de la iniciativa, donan muebles, ofrecen ropa de abrigo o entregan radiadores para los inmigrantes. Soy del Opus Dei y ahí he aprendido que las personas son importantes en cuerpo y alma. Me importa mucho que esa persona descanse, que esté bien tratada, como un vecino más del pueblo. Por eso, cuando vine aquí y vi este problema comencé a trabajar por atajarlo»[39].

Empezaron con tan solo cinco viviendas a las que en años sucesivos se fueron sumando más. La fundación secundó la iniciativa, aportando un grupo de voluntarios que desde entonces ponen en contacto a unos y otros, y supervisan todo el proceso. El problema parece erradicado y con tal éxito que otros municipios han pedido consejo sobre cómo abordar allí la misma situación.

Una historia más: un matrimonio francés recuerda cómo, un mes de agosto, recibieron una llamada de un sacerdote amigo que les habló de la seria situación en que se encontraban cientos de cristianos iraquíes, refugiados en Erbil, la capital del Kurdistán, tras huir de sus hogares una noche, dejando todas sus cosas allí. Estaba buscando familias en Francia que les quisieran acoger. La situación era trágica y estaban seriamente impresionados por esta llamada de socorro. Sin embargo, recuerdan, «éramos un poco reacios a acogerlos: tenemos siete hijos, la casa no es enorme… sopesamos los pros y contras y nos dimos cuenta de que nuestra comodidad sufriría. Nuestro amigo sacerdote estaba buscando sitio para recibir a nueve familias. Mientas estábamos aún dudando, unos parientes míos ya habían aceptado recibir a un grupo. Viendo su ejemplo, nos dijimos que ya no podíamos dudar más. Nuestros hijos mayores, de 15 y 14 años, nos animaron a aceptar. Podríamos organizar la casa de otra manera y hacer el sitio necesario. Hasta ahora, la experiencia ha sido extraordinaria. Bassam y Raghad y sus tres hijos llegaron poco después. Por descontado, ellos no hablaban francés y nos comunicamos con algo de inglés. A los pocos días, los hijos empezaron a ir a la escuela y los padres a estudiar francés y buscar trabajo. Nuestra vida está yendo bien gracias a su gran delicadeza. Nunca ha habido quejas y cuando surgen pequeñas dificultades, el espíritu del Opus Dei, del que ambos somos miembros, nos ayuda a descubrir a Dios en las pequeñas contradicciones de cada día y seguir de buen humor»[40].

Lejos del individualismo dominante en la sociedad actual, estos relatos traslucen voluntad de servicio y capacidad de encuentro con personas que, como tales, merecen respeto, comprensión, cercanía. Como decía san Josemaría, «convenceos de que únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad». La dignidad de la persona exige más: la caridad, que es como un desorbitarse de la justicia.

El espíritu del Opus Dei anima a vivir la caridad en lo ordinario, en el trabajo, en el descanso, en la vida familiar, en el barrio, entre los amigos y conciudadanos. Para vivir la dimensión social de la caridad, las personas que siguen ese espíritu cuentan con la ayuda de las obras corporativas, y también de las parroquias, de asociaciones e instituciones de la Iglesia y de la sociedad civil que, con dedicación profesional, derriban muros, tienden puentes y abren cauces de colaboración para todos, según la medida de las propias posibilidades. Estas quizá consistan en acoger una familia de refugiados en urgente necesidad; promover el alquiler de viviendas para temporeros; dedicar algún fin de semana a tareas de limpieza o, tal vez, jugar juntos al fútbol, conversar en el supermercado, compartir un negocio, buscar becas de estudio, dar catequesis, u otras mil cosas más. Acoger al inmigrante, al recién llegado, al vulnerable, significa también tratarle como uno más, hacerle partícipe de la propia cotidianeidad, colega en el trabajo, vecino en el barrio, amigo en la escuela, voz en la conversación.


[1] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 1-X-1967, en Obras XII-1967, p. 26 (Archivo General de la Prelatura, Biblioteca, P03).

[2] San Josemaría, “Los caminos de Dios”, en En diálogo con el Señor, Rialp, Madrid 2021, p. 405.

[3] Julio González-Simancas, “San Josemaría entre los enfermos de Madrid (1927-1931)”, Studia et Documenta 2 (2008), pp. 147-148.

[4] Ana Sastre, Tiempo de Caminar, Rialp, Madrid 1989, p. 112.

[5] San Josemaría, “Los caminos de Dios”, cit., p. 406.

[6] Amigos de Dios, n. 230.

[7] Cfr. Suma Teológica, II-II, q. 30, art. 4.

[8] Cfr. San Agustín, La ciudad de Dios, libro IX. C5. ML 41, 261.

[9] Cfr. Suma Teológica, II-II, q. 30, art. 1.

[10] Amigos de Dios, n. 227.

[11] Cfr. Suma Teológica, II-II, q. 30, art. 3.

[12] San Josemaría, Apuntes íntimos, n. 731, citado en J. González-Simancas, op.cit., p. 154.

[13] Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado, 2017.

[14] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 62.

[15] OIM, Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2020.

[16] Amin Maalouf, El desajuste del mundo, Alianza, Madrid 2010, pp. 282-298.

[17] Francisco, Fratelli Tutti, n. 38.

[18] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2008.

[19] Un amplio elenco de relatos puede encontrarse, por ejemplo, en la web I am an immigrant, https://www.iamanimmigrant.com...

[20] Francisco, Homilía, 8 de julio de 2013.

[21] OIM, Informe sobre las Migraciones en el Mundo 2020, p. 101.

[22] Francisco, Fratelli tutti, n. 276.

[23] Catecismo de la Doctrina Social de la Iglesia, n. 298.

[24] Benedicto XVI, Caritas in Veritate, n. 62.

[25] https://www.ohchr.org/es/migra...

[26] Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2020.

[27] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2006.

[28] Juan Pablo II, Novo Millennio Ineunte, n. 50.

[29] Francisco, Fratelli tutti, n. 129.

[30] Cfr. Juan Pablo II, Centesimus annus, nn. 48-49.

[31] Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado 2019.

[32] Cfr. Francisco, Fratelli tutti, nn. 133-134.

[33] Francisco, Fratelli tutti, n. 41.

[34] Cfr. Alasdair MacIntyre, Animales Racionales y Dependientes, Paidós, Barcelona 2001, pp. 123-125; cfr., también JohnHaldane, Practical Philosophy: Ethics, Society and Culture, St Andrews 2011, cap. 3.

[35] Pierpaolo Donati, Más allá del multiculturalismo, Ed. Cristiandad, Madrid 2017, p. 221.

[36] San Josemaría, Notas de una reunión familiar, 1-X-1967, en Obras XII-1967, p. 26 (Archivo General de la Prelatura, Biblioteca, P03).

[37] Es Cristo que pasa, n. 167.

[38] https://opusdei.org/en/article/charity-is-contagious-we-had-gone-to-help-others-and-yet-we-ourselves-were-helped/ (fecha de consulta, 26 de abril de 2021)

[39] https://opusdei.org/es-es/article/vivienda-digna-inmigrantes-jaen/ (fecha de consulta, 26 de abril de 2021)

[40] https://opusdei.org/es-es/article/bassam-y-raghad-bienvenidos-a-vuestra-casa/ (fecha de consulta, 26 de abril de 2021)

Romana, n. 77, Julio-Diciembre 2023, p. 261-273.

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